La cárcel es tan antigua como la escuela. Pero, tal como ahora las conocemos, estas instituciones, fundamentales para la marcha correcta de la sociedad, emergieron, con la fábrica, al darse el paso del orden feudal al capitalista. Estoy citando un estudio del jurista argentino Alejandro Miquelarena Meritello, “Las cárceles y sus orígenes”.

El mencionado texto empieza con una cita del poema Martín Fierro, de José Hernández, específicamente tomada de una parte en la que se habla de la penitenciaría:

“Inora el preso a qué lado

se inclinará la balanza.

Pero es tanta la tardanza

que yo le digo por mí:

el hombre que dentre allí

deje afuera la esperanza”.

Supongo que José Hernández se inspiró en La divina comedia de Dante Alighieri; se inspiró, repito, porque sería un exceso acusarlo de plagio, ¿o no? El hecho es que en las puertas del infierno está el siguiente letrero: “Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate” (‘Abandonen toda esperanza, quienes aquí entren’).

La humanidad ha establecido reglas para que cárcel deje de ser sinónimo de infierno. El ideal es que la cárcel sea escuela y hasta centro de manufactura con propósitos de rehabilitación para quienes sufran el castigo del encierro.

No pienso en trabajos forzosos que en alguna época, en ciertas naciones —Francia, Inglaterra, España, Portugal— , se implementaron para obtener mano de obra gratuita para la realización de determinadas actividades.

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Hablo de una “excepción” a esa regla del siglo XVII, que subraya Alejandro Miquelarena Meritello, los Schellenwerke de Suiza, que operaban “bajo el principio del trabajo útil para los presos, no del tormento ineficaz”.

La inteligencia artificial de Google da una buena explicación de los Schellenwerke suizos: “Eran instituciones similares a prisiones o centros de corrección que surgieron en el siglo XVII, basadas en un principio de ayuda compartida para la rehabilitación de personas. Eran instituciones enfocadas en la corrección y reforma de personas, en lugar de simplemente castigarlas, siguiendo una visión más humanitaria de la pena”.

La cárcel, bien entendida como condena aplicada sin abusos de ningún tipo, puede ser una escuela de ciudadanía. No ha sido así en todos los casos en México, donde se ha utilizado hasta como instrumento de venganza política: es lo que se pretendió en el proceso de desafuero de Andrés Manuel López Obrador, que terminó por eliminarse gracias al buen trabajo de juristas y políticos que se aplicaron para que la arbitrariedad ordenada por el entonces presidente Vicente Fox no prosperara.

Los nombres más notables que recuerdo ligados a la fórmula para salir de la trampa del desafuero son los del hoy ministro ya casi retirado Alberto Pérez Dayán, quien se opuso como magistrado a condenar a AMLO; el litigante, ya muy bien de salud, Javier Quijano; un jurista siempre polémico, pilar de la 4T, Julio Scherer Ibarra; un abogado panista, en aquel momento titular de Gobernación, Santiago Creel; otro pilar de Morena, el ya fallecido José Agustín Ortiz Pinchetti, y el penalista que finalmente propuso el recurso técnico para cortar con legalidad el embrollo —Creel lo ha contado en alguna ocasión—, Rafael Guerra, actual presidente del Tribunal Superior de Justicia de la Ciudad de México. Estos especialistas coincidirán en la pena ejemplar que merece la racista que insultó a un policía.

La cárcel no debe ser para torturar a las personas —que parece la intención en Estados Unidos con el proyecto de prisiones rodeadas de caimanes para encerrar a migrantes—; tampoco la prisión debe convertirse en instrumento para pervertir la democracia, como ya se intentó en México con el desafuero.

Alejandro Miquelarena Meritello en su ensayo “Las cárceles y sus orígenes” cuenta que, según el estudioso Cándido Conde Pumpido, tanto el filósofo Platón como San Juan Crisóstomo, patriarca de Constantinopla, entendían la pena como “una medicina contra el autor del delito, el tratamiento su aplicación y la cárcel el hospital”.

La cárcel debe servir para castigar, pero también para educar y trabajar. Se ha intentado muchas veces en siglos anteriores, no solo con los Schellenwerke de Suiza; también con The House of Correction of Bridewell, de Londres, que era un centro de trabajo para la gente acusada por delitos menores, aunque “sin un fin resocializador o transformador”. Más prisiones productivas ha habido: en Ámsterdam las Rasphuis, donde los hombres se encargaban de raspar madera, y las Sphinuis, donde las mujeres realizaban labores de hilandería.

Toda esta historia la cuento porque debe haber cárcel, por un breve pero contundente periodo, para la mujer que gritó “¡negro!” a un policía de la la Ciudad de México. La argentina Ximena Pichel no puede quedar impune. Me parece que la sanción verdaderamente correctiva y de utilidad social no sería deportarla, como piden algunas personas.

Su encarcelamiento, breve pero público, servirá de ejemplo para que tanta gente racista en México empiece a reeducarse.

Periodos de encarcelamiento más largos y duros, siempre con exhibición pública, deben aplicarse a hombres que quizá no llegan a caer en los delitos de extrema gravedad, pero que causan muchísimo daño, a veces irreparable: los maltratadores de mujeres, ya sea que las violenten física o económicamente, tanto fuera del matrimonio como dentro de lo que, con ingenuidad o tal vez con propósitos de perpetuar el insultante patriarcado, la iglesia considera una “unión sagrada”, un “pacto de amor”, un maravilloso acuerdo ”para toda la vida”.