De acuerdo con la idea formulada por el barón de Montesquieu en el siglo XVIII, los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial deben constituir el modelo ideal de un Estado moderno. Mediante el sistema de pesos y contrapesos, cada una de estas ramas sirven como garante de la estabilidad democrática, del respeto de la ley y como base para la sana convivencia social.

Sin embargo, no hay duda de que el Poder Judicial es aquel que es más débil en términos de la capacidad de coerción para hacer respetar e implementar sus decisiones. En esta tesitura, mientas el Poder Legislativo cuenta con la legitimidad política brindada por los votos en las urnas, y a la vez que el Ejecutivo cuenta también con una amplia administración pública y con las Fuerzas Armadas, la potestad del Judicial descansa únicamente sobre la cultura de la legalidad y del ambiente de respeto, tanto por parte de los gobernados como de los otros poderes.

Stephen Breyer, juez de la Suprema Corte de Justicia de Estados Unidos, expone espléndidamente en su libro “Cómo hacer funcionar nuestra democracia” la historia de la edificación de la cultura de la legalidad en su país. En sus palabras, a pesar de que el Poder Judicial, y en concreto, el máximo tribunal, no cuenta con capacidades coercitivas, ejerce el imperio de sus decisiones mediante un acuerdo tácito de respeto a la ley y a las disposiciones emanadas de jueces y magistrados.

Ello ha permitido que en aquel país la Suprema Corte, a pesar de los vaivenes políticos, las disputas partidistas y las guerras mediáticas, se ha haya mantenido como un referente de equilibrio institucional.

En México, desafortunadamente, la situación es hoy distinta. AMLO, a lo largo de su vida política, ha volteado hacia otro lado cuando el Poder Judicial ha emitido opiniones contrarias a sus intereses políticos. En contraste, el jefe del Estado mexicano ha buscado ejercer el presidencialismo de antaño con el propósito de someter a la Corte a sus designios individuales.

En espera de la resolución de la Corte en torno a la constitucionalidad plan B y la militarización, AMLO, en el caso de Norma Piña y los otros magistrados echen para abajo su agenda política, despotricará contra los jueces, a quienes llamará “conservadores”, “miembros de la mafia del poder “, o simplemente, mexicanos comprados por los intereses económicos.

En otras palabras- en un ejercicio de especulación- buscará desprestigiar públicamente a los integrantes de la Corte. En el fondo AMLO no cree en la división de poderes ni en los organismos autónomos ni en el sistema de contrapesos, sino en el presidencialismo puro y duro de vieja ultranza priista. Al final AMLO es un hombre autoritario, y por tanto, la viabilidad democrática está en riesgo.