Por primera vez desde que inició su administración, el presidente Andrés Manuel López Obrador acusó recibo, públicamente, de la falta de un programa social para estimular la vivienda popular, de la importancia de la construcción para crear empleos y reactivar la economía, y del compromiso de su gobierno para que el viejo programa cancelado (Soluciones Habitacionales) sea sustituido por uno nuevo, ahora sin corrupción. En esto último sin cambio en la retórica, pero lo importante es que no es indiferente a la ausencia escandalosa que la vivienda tuvo en su primer presupuesto de egresos. Son noticias alentadoras. 

La política pública en materia de vivienda, en México, es mucho más importante que en otros países. No es que el derecho a la vivienda digna no sea un derecho humano reconocido por todos los países medianamente progresistas (lo es), sino que los mexicanos siempre han vinculado el producto de su vida profesional, de sus ahorros y su patrimonio a heredar con la propiedad del inmueble que habitan. Esto no es obvio, no es natural y no está asociado de manera indubitable a la cantidad de riqueza que genera un país. En el caso de la Unión Europea, por ejemplo, según datos de 2016, el país con una menor tasa de personas que vivían en una vivienda propia era Alemania (51.7%), la economía más fuerte del bloque, y el de mayor tasa era Rumania (96%), una de las más débiles. 

América Latina está a años luz de la UE, pero ciertas tendencias se mantienen. En lo que respecta al panorama regional, un interesante estudio comparado elaborado por Andrés Blanco y Federica Volpe, al que se puede acceder gratuitamente, intitulado “Alquiler en números”, revela que el país con menor tasa de arrendamiento es Venezuela, que ha sido consistentemente señalada como la peor economía del mundo durante varios años consecutivos. La tasa de arriendo es de sólo 7.6%. El país con la calificación más amplia es Colombia con 39.1%. Así, el régimen de propiedad de los inmuebles, por sí mismo, no es un buen indicador macroeconómico ni de bienestar de un país. En México, el mismo estudio, junto con datos de la CEPAL, la tasa de propietarios de su vivienda ronda el 18%.

Sin embargo, aspiracionalmente, la meta patrimonial y económica por excelencia es la de comprar una vivienda, no como activo que proteja contra la inflación, sino para habitarla con la familia, decisión que se toma, de suyo, como una inversión. En este sentido, la accesibilidad de la vivienda es, para el Estado mexicano, uno de los objetivos más importantes de su política social, porque es uno de los horizontes vitales más relevantes para sus habitantes (con evidencia económica o sin ella).

Lo más interesante, naturalmente, radica en los cambios que sufrirá el nuevo programa gubernamental de vivienda. La vara está muy abajo, puesto que este año no hubo tal, en absoluto, ni bueno ni malo. Así, cualquier cosa que se haga será ya un avance. Pero no hay decisión técnica sin carga política, y como en el resto de las acciones de la cuarta transformación, debe significar, real o aparentemente, un cambio radical respecto de lo que antes había, sea desde el diseño, la ejecución, o la vigilancia de la acción gubernamental. El presidente se queja de que se construían viviendas “muy chiquitas y muy caras”. ¿Serán ahora más grandes y más baratas? ¿Cómo? ¿Habrá parámetros nuevos y controvertidos respecto de los beneficiarios de las nuevas viviendas que se construyan? ¿Se conservará la convicción de que el deudor del INFONAVIT es siempre la parte débil, y que exigirle el pago total de su crédito o desalojarlo es siempre una injusticia? 

Cualquier decisión política en ese sentido significará un perjuicio a la hacienda pública, y las constructoras requerirán de ciertas garantías y estímulos si se quiere transformar la vivienda de interés social, sobre todo en las grandes ciudades donde se ubican la mayor parte de las fuentes de empleo, y donde los trabajadores tienen que vivir, por necesidad, no por gusto. Las viviendas deshabitadas de las que habla el presidente están en municipios colindantes del Estado de México y los propietarios las abandonaron, pero no por pequeñas, sino porque era inviable vivir ahí y trabajar en la CDMX.

En una cosa podemos estar de acuerdo: hace falta, con urgencia, una política pública de vivienda, coherente y sustentable. Porque si antes no teníamos la mejor, ahora no tenemos nada.