Ayer se celebró el Día Mundial Sin Auto, que es una efeméride de índole ecológica que se celebra todos los años, desde 1990, cada 22 de septiembre. La fecha busca hacer conciencia en torno a este suplemento de la vida moderna que, en términos de impacto ambiental, es capaz de generar un enorme daño a la vida de nuestro planeta.

Esta es una fecha muy propicia para que los políticos, que a toda costa quieren aparecer como si en verdad sufrieran lo mismo que los ciudadanos en general, se exhiban en actividades que nunca harían realmente, y por ende los hace aparecer muchos más burdos que de ordinario.

Fue por ello que en bicicleta, a pie o en el transporte público, miembros de la clase política del país decidieron participar hoy en el Día Mundial Sin Auto a efecto de “darle un respiro al planeta de los contaminantes que generan los vehículos particulares”.

Desde temprano, a los edificios gubernamentales comenzaron a arribar los políticos para iniciar su jornada laboral, la gran mayoría lo hicieron a bordo de una bicicleta, que este día se convirtió en el medio predilecto de transporte.

El jefe de Gobierno de la Ciudad de México, Miguel Ángel Mancera, así como la secretaria de Gobierno capitalina, Patricia Mercado, llegaron caminando por las calles de la ciudad al Zócalo, aunque a ciencia cierta no se sabe desde dónde iniciaron su recorrido, y si fue desde sus domicilios o un tramo mucho más corto.

Se determinó que el centro histórico se cerrara a la circulación, lo que provocó un caos vial terrible en la zona. Qué curioso que precisamente el día sin auto se lleve a cabo para crear conciencia sobre la contaminación, y esta medida creó tales problemas viales que provocó una mayor polución que lo normal.

También un grupo de aproximadamente 45 diputados federales del PRI dejaron sus camionetas y coches y se subieron a las bicicletas para conmemorar el Día Mundial Sin Auto.

Históricamente la celebración comenzó a gestarse desde la década de 1970, en especial a partir de la crisis petrolera de 1973 que, casi por vez primera en la historia, reveló las contrariedades de un estilo de vida basado energéticamente en los combustibles fósiles. Más tarde, ya en los años 90, diversas ciudades comenzaron a implementar el Día Sin Automóvil como una iniciativa pública, destacando especialmente los casos de Reykjavík (Islandia), La Rochelle (Francia) y Bath (Reino Unido). Para el año 2000, la Comisión Europea retomó esta intención y la hizo válida para todos los miembros de la Unión, extendiéndola en tiempo y convirtiéndola en la “Semana de la movilidad”.

Cabe destacar que en las ciudades colombianas de Bogotá y Medellín incluso existe una prohibición legal para usar el automóvil en este día.

Como se ve, se trata de una efeméride sumamente importante, ambiciosa incluso en la medida en que va más allá del uso del automóvil y nos enfrenta a la necesidad de reflexionar sobre los medios de transporte que utilizamos cotidianamente, desde un nivel personal hasta el gubernamental.

¿Qué tanto uso mi automóvil? ¿En cuántas de esas ocasiones se trató verdaderamente de la única alternativa de transporte? ¿Con qué facilidad podría dejar de usar el auto y optar por otros transportes? ¿Qué tan eficiente es el servicio de transporte público del lugar en el que vivo? ¿Cuál es su calidad? ¿Cuál su impacto ecológico?

Preguntas que, como usualmente se dice en este tipo de efemérides, no deberían ser ocasión de un día, sino materia de un cuestionamiento sostenido.

En el marco de este día, quiero hacer referencia a ciertos privilegios que la Iglesia se concedió en materia de transporte a expensas del emperador Constantino.

Si San Pedro fue la piedra sobre la que se edificó la Iglesia, a Constantino I el Grande se le podría considerar el arquitecto y, sobre todo, el que financió la construcción de la Iglesia. Tras la celebración del Concilio de Nicea (hoy Iznik, Turquía) en 325, se sentaron las bases y la estructura de la nueva Iglesia; además, y como si fuera la herencia millonaria de un tío lejano, recibió la Constitutum domini Constantini imperatoris (Donación de Constantino), que establecía:

“El Papa (en este momento Silvestre I), como sucesor de San Pedro, tiene la primacía sobre los cuatro Patriarcas de Antioquía, Alejandría, Constantinopla, y Jerusalén, también sobre todos los Obispos en el mundo. La basílica de Lateran en Roma, construida por Constantino, mandará sobre todas las iglesias como cabecera, igualmente las iglesias de San Pedro y San Pablo serán dotadas de ricas posesiones. Los principales eclesiásticos romanos quienes también pueden recibirse como senadores, obtendrán los mismos honores y distinciones que éstos … El Papa disfrutará los mismos derechos honorarios que el emperador, entre ellos, el de llevar una corona imperial, una capa purpúrea y túnica, y en general toda insignia imperial o señales de distinción … El emperador obsequia al Papa y a sus sucesores con el palacio de Letrán de Roma, como se ha dicho, como todas las provincias, lugares y ciudades de Roma y de Italia o de las regiones occidentales … El emperador ha establecido para sí, en el Este, una nueva capital que lleva su nombre, y allá trasladará su gobierno, porque es inoportuno que un emperador secular tenga poder donde Dios ha establecido la residencia de la cabeza de la religión cristiana …”

El documento, concluye con maldiciones contra todos los que se atrevan a violar estas dádivas y con la certidumbre que el emperador las ha firmado con su propia mano y las ha puesto en la tumba de San Pedro.

Un gran detalle por parte del emperador eso de llevarse la capital del Imperio a Constantinopla para no mezclar el poder temporal y el celestial.

Este documento, que certificaba el poder espiritual sobre toda la Cristiandad y el temporal sobre ciertos territorios, fue utilizado por los Papas durante toda la Edad Media en los múltiples conflictos en los que la Iglesia se metía por conflictos territoriales.

Hasta que en el siglo XV se descubrió el pastel. Era más falso que Judas. Además, un año más tarde, Constantino tuvo que emitir un edicto en el que se limitaba el acceso de los ricos y nobles a los puestos eclesiásticos, ya que sólo buscaban relevancia social y, sobre todo, la exención de ciertos impuestos que la Donación de Constantino concedía a los clérigos.

En 337 fallecía Constantino y sus hijos se repartían el Imperio: Constantino II recibía Britania, Galia e Hispania; Constante reinó sobre Italia, África y las provincias ilíricas, quedando para Constancio Constantinopla y todo Oriente. Años más tarde, Constancio volvía a unificar el Imperio. Siguiendo la política de su padre, y tratando de favorecer a la Iglesia cristiana, proclamó nuevas medidas en las que se otorgaba al clero el uso gratuito del transporte para viajes oficiales (concilios, sínodos,etc.) -hecha la ley, hecha la trampa-. Aquello se convirtió en un cachondeo y el clero convertía en oficiales todos los viajes.

Por ende, Constancio decidió zanjar el problema, pero sacándole partido. Se modificó el decreto y ahora debía ser el propio Emperador el que diese el carácter de “oficial” al viaje y, por tanto, si era gratis. Lo que hizo fue aprobar sólo los estrictamente oficiales y, además, sólo de los miembros del clero que eran partidarios de su política.

Con esta sutil medida el Emperador, aun sin estar presente, influyó en las decisiones que se tomaban en los concilios o sínodos.