Los cumpleaños, así como sucede los días 31 de diciembre, sirven para hacer cortes, para ver qué diablos hemos hecho con los años vividos: si los hemos tirado a la basura o si al menos les hemos puesto un poco de color.
Treinta y ocho años ya no son tan pocos y mi cuerpo, quizá por haberlo usado en actividades tan disímiles como tocar la batería, hacer ciclismo de montaña o someterlo a largas jornadas de inmovilidad frente a un escritorio (sea en salones de clase o en oficinas), comienza a quejarse, a cobrarme la factura.
Alguna vez un médico ortopedista primero me observó y luego me preguntó que cuántos años tenía. Cuando le respondí, dijo que el desgaste de mi espalda correspondía al de un hombre de cincuenta años, no de 36, como en ese tiempo tenía.
Y es que siento que solamente por los dolores de espalda, por la caída cada vez más abundante de cabello, y por las luces blancas cada vez más extendidas que pueblan mi barba es que me doy cuenta de esos años pasados.
Porque mi espíritu está intacto: con ese impulso de querer regresar a las aulas, de saber que soy principiante en casi todo. Quizá por eso ahora los días pasan más rápido: porque me doy cuenta que cada vez son menos, porque estoy seguro que ya camine más de la mitad de mi vida.
También me queda la certeza de que acumular cosas no ha sido mi prioridad. Un coche por pagar y esta iPad en la que escribo son quizá los bienes más valiosos que tengo. Mis otras pertenencias no las envidiaría nadie. Nunca me he decidido a comprar una casa. Las interminables mensualidades y los fraudes inmobiliarios de los que me he enterado, así como cierta reciedumbre a establecerme en algún lugar han hecho que no tenga ningún bien inmueble.
Mis 38 años por otra parte también han sido acompañados por frecuentes dosis de incertidumbre. Siempre he estado preparado para salir corriendo en caso de emergencia. Aunque creo que esta sensación de peligro permanente, de que la estabilidad es un bien proscrito, es un asunto generacional. Conozco a muy pocos que se sienten seguros con lo que tienen, con sus trabajos, con su porvenir. Casi todos tiene un plan B, una salida que nadie había previsto.
Y desgraciadamente también me he dado cuenta que es un sentimiento nacional: todos estamos convencidos de que nada es seguro a largo plazo. Nos sentimos aliviados cuando sabemos que el próximo año tendremos trabajo. Pero nadie sabe si lo tendrá el año posterior al siguiente. Eso ya es demasiado. Cuando veo a mi padre, que es de una generación en la que aún había cierta esperanza, y en la que aún había posibilidad de jubilarse y de vivir de una pensión, observo que nuestro país hoy no tiene nada qué ver con el del pasado. Con el de hace 30 años.
Hoy lo que campea es la incertidumbre. Pero aún así, vamos acumulando historias, proyectos, amores. Incluso aún nos atrevemos a tener hijos, a pesar de que el futuro se ve negro.
Hoy estoy agradecido de haber vivido treinta y ocho años. ¿Cuántos más? Ni Dios sabe, pero serán bienvenidos