El informe presidencial destacó los logros y minimizó los errores. En eso se parece a cualquier otro que habría que revisar. Pero es obligación de los ciudadanos reconocer que ha habido decisiones gubernamentales que son francamente irracionales en el manejo de la economía, ha habido otras que no lo son tanto y, por último, algunas que harían sonrojar al más duro de los neoliberales por su salvajismo ortodoxo. Lo anterior refleja que el gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador es populista pero no de izquierda, autoritario pero no estatista, estridente pero temeroso de las fuerzas económicas del exterior.

El presidente captó perfectamente cuál fue la principal crisis del sexenio anterior: no fue de corrupción ni de derroche (que lo hubo) pero no más que en otras administraciones y tampoco fue de estancamiento económico. Hoy se está teniendo que tragar sus palabras sobre el 0.8% de crecimiento en el Producto Interno Bruto del peor año peñista. Fue un problema, sobre todo, de comunicación política. La incompetencia y soberbia de quienes manejaron el discurso presidencial y los mensajes en las redes sociales y campañas institucionales, de Enrique Peña Nieto generaron la percepción generalizada de que efectivamente vivíamos el sexenio más catastrófico y corrupto de todos los tiempos. Es decir, peor que el de López Portillo con el negro Durazo, peor que el de la gran depresión de 1929 y la guerra cristera. Así de loco.

Por eso, y con buen tino, lo primero que le preocupó a este gobierno fue la comunicación política. Ni tardo ni perezoso, procedió a su centralización, legal y administrativa, y a realizar un audaz ejercicio, sin precedentes, de confrontación personal diaria del presidente con la prensa. El resultado sexenal de ese experimento, está por verse, puesto que nueve meses no son una muestra representativa de nada. Lo que es un hecho es que, con todo lo que se le reconoce al primer mandatario de arrojo y seguridad, él no inventó la política. Y si los más grandes estadistas de la historia se han cuidado de la sobre exposición personal, por algo será.

Lo que sí ha logrado Andrés Manuel López Obrador, por el momento, es imponer la agenda de discusión pública y los encabezados de los medios de comunicación. Los noticieros ya no buscan tanto el hecho, sino la opinión o afirmación campechana del presidente sobre el hecho. Es el filtro presidencial el que se considera de interés para informar a la sociedad sobre el estado de cosas nacionales. Eso, de quien habla mal, es del periodismo.

Pero que nadie se confunda. El presidente tiene ideas claras sobre lo que significa, para él, el Estado y el ejercicio del poder público. Ideas, por otro lado, menos frívolas de lo que le conceden sus detractores. En el informe presidencial hubo dos ideas que destacan por su importancia y profundidad, para quien tenga elementos de Filosofía y de Teoría Política.

La primera de ellas, que el presidente afirmó que el fin de todo gobierno es lograr la felicidad de la gente. Esta frase no es populista ni electorera ni romántica. Es la principal idea de la política de Aristóteles. Es también la más ambiciosa, porque no se puede desagregar cómodamente en indicadores macroeconómicos y tiene una dimensión subjetiva. Y los burócratas odian lo subjetivo, porque vuelve su trabajo más complejo. Pero algunos pensadores modernos han conservado la esencia de esta idea cambiándole el nombre para hacerla más amigable a nuestro cinismo contemporáneo. Boaventura de Sousa Santos habla de la política como emancipadora de la sociedad en lugar de controladora; Ralph Dahrendorf habla de que la principal responsabilidad del Estado es garantizar el mayor número de oportunidades vitales al mayor número de personas. Esto no es menor porque reivindica el papel del Estado como timón de la vida en comunidad, a lo que había renunciado la concepción liberal clásica y neoclásica, que siempre lo ha visto como un mal menor cuyo trabajo es ser gestor de oportunidades del interés privado.

La segunda idea a destacar fue su reclamo a quienes ven al Estado omnipotente o insignificante a conveniencia. Específicamente, quienes apelan a su potestad soberana para hacer rescates financieros a particulares al borde de la quiebra pero le exigen desaparecer del tablero cuando se trata de tomar la decisión política de distribuir la riqueza generada. Esta es, también, una idea de vanguardia de teoría política en las democracias liberales.

Las claves para entender la política mexicana actual piden más que la caricaturización del adversario. Críticos y defensores, necesitamos estar a la altura.