Es desalentador observar que, en plena crisis mundial por el COVID-19, muchos siguen sin comprender los conceptos más básicos de cooperación y solidaridad. En el discurso, los actores políticos y económicos de todas partes han arraigado esas y otras palabras para dejar clara su conciencia, generosidad y compromiso con su comunidad (que hoy es, o debería ser, la comunidad global). Pero cuando traducen esos nobles sentimientos en propuestas técnicas, se revela que siguen pensando en sus agendas privadas, y que además ven esta crisis sanitaria como un juego de suma cero, en el que para ganar algo lo tiene que perder otro. La mezquindad no respeta cuarentenas.

Los que han mostrado su desvergüenza son variados, y estoy hablando también desde el panorama internacional. Los hay quienes pretenden montarse en el problema para hacer una plataforma electoral ad cautelam, cuestionando todas las decisiones, de quien vengan, señalando que el coma económico inducido debería ser radical, general y durar lo que deba durar, por supuesto sin que a las personas les falte nada. A ninguna persona. Algunos empresarios también han expresado su intención de que se les permita despedir a todos sin responsabilidad mientras no tengan ventas u operaciones, y también que se les deje de cobrar impuestos, todos, en lo que ellos juzgan que ya pasó la crisis. Ojalá alguien le dijera a los empresarios que de los impuestos salen los salarios de los médicos, enfermeras, policías, y el resto de los empleados públicos que no pueden suspender labores y se juegan la vida para que nosotros conservemos la nuestra. Ojalá pudieran ver más allá de sus proyecciones de utilidad anuales.

Algún presidente de un país pequeño, centroamericano, ya decretó que nadie va a pagar por nada durante tres meses, pero tampoco les va a faltar nada, ni siquiera internet de banda ancha. Y pobre de aquel a quien se le ocurra subir los precios de cualquier cosa, porque lo van a expropiar y le van a dar los restos al pueblo. Es el preludio más gráfico de una crisis inflacionaria y de crisis de deuda nacional que he visto. ¿Quién va a seguir proveyendo gratuitamente de bienes o servicios a un gobierno que ya decidió que las reglas del mercado no aplican, por decreto?

Las dos posiciones parecen irracionales, porque lo son. Esta reedición del conflicto entre capital y gobierno no tiene validez porque el enemigo no discrimina entre burócratas, políticos, empresarios o trabajadores. Lo que no se entiende es, precisamente, el significado de dos conceptos que hoy usamos completamente huecos, debido al drenaje filosófico que han sufrido durante siglos de individualismo orgulloso: solidaridad y comunidad. Los pensadores sociales que me vienen a la mente para rescatar estas ideas son León Duguit y Ferdinand Tönnies. Ambos desarrollaron con lucidez y claridad la idea de que la solidaridad es sana interdependencia, no competencia descarnada entre individuos. Que para que la vida social se sostenga debemos tener sentido de comunidad, y para ello debo sentirme responsable de la suerte de personas más allá de mi núcleo familiar más directo. No se confunda el lector: estas ideas no son declaraciones de buenas intenciones, o manifiestos filosóficos ingenuos. Es, al contrario, un diagnóstico pragmático sobre lo que necesita arraigarse en el sentido común de las personas si quiere que su vida en sociedad sea duradera y funcional. El individualismo exacerbado, la competitividad sin ética, y el nihilismo axiológico, no funcionan en una situación crítica como la que hoy vivimos, porque las herramientas clásicas de negociación política y ganancia económica no sirven para normalizar la vida económica del planeta, y sin eso, no hay nada para nadie. La solidaridad es conciencia de que todos necesitamos de todos para sobrevivir, no es misericordia. Algunas empresas lo han entendido así, y están haciendo sacrificios económicos presentes porque saben que eso les garantizará la supervivencia financiera y solvencia moral futuras. Es poco probable que las personas le compren algo a una compañía a la que identifican y detestan.

Ojalá que en México, amén de las medidas que los expertos recomienden para hacer frente a la arista sanitaria de la crisis, los demás comprendamos que estamos en una situación de excepción, más parecida a un desastre natural que a la ruptura de una burbuja bursátil, porque esa será la única forma en que las herramientas para salir de la crisis que viene, la económica, tengan más imaginación que abusos.