La reforma energética de 2014 destruyó uno de los más grandes mitos nacionalistas del siglo XX mexicano: el petróleo es de la Nación. Esta reforma largamente aplazada abrió las puertas a la privatización de la industria petrolera y, contrario a lo que muchos esperábamos, no hubo rebelión popular, amotinamientos ni asonadas. La privatización del petróleo impulsada por Enrique Peña Nieto no enfrentó resistencias significativas, ni dentro del Congreso ni en las calles. La reforma coincidió, gran paradoja, con el infarto que sufrió Andrés Manuel López Obrador, por lo tanto, no pudimos saber cuál hubiera sido la reacción del hoy Presidente de la República.

Uno de los grandes temas de la teoría política en juego con la privatización petrolera, es el de la soberanía. Dada la importancia estratégica del petróleo en la geopolítica de los últimos cien años, el control de la producción y distribución del hidrocarburo resulta vital para todos los países, tanto los petroleros como los no petroleros, los periféricos y las potencias. Desde luego, también está en juego la capacidad del Estado mexicano para fortalecer la economía y redistribuir el ingreso, porque los ingresos petroleros juegan un papel determinante, al grado que en los mejores tiempos llegaron a aportar casi el 40% de los ingresos de la Hacienda Pública. 

Por estas razones de soberanía y capacidad de autodeterminación económica y social, PEMEX es la gran apuesta del Presidente López Obrador para lograr, además, la seguridad energética, como base del ejercicio soberano del poder. El Plan de Negocios que se presentó recientemente, expresa la persistencia del Presidente en creer que PEMX es un instrumento crucial para el éxito de la Cuarta Transformación y la salvación de México. Las resistencias contra esa idea-fuerza de AMLO se intensifican día con día, recordemos que desde el primer momento en Estados Unidos descalificaron burlonamente el esbozo del proyecto para sanear a esta Empresa Productiva del Estado.

El rescate de PEMEX y del sector energético, constituye el máximo riesgo para el gobierno de AMLO, su sexenio depende de la forma en que resuelva este formidable reto. Su apuesta es alta, pues buena parte de los recortes presupuestales, así como de los recursos recuperados del combate a la corrupción, dice el Presidente, se están destinando a sanear las finanzas de PEMEX. La política de austeridad de AMLO está generando numerosos y diversos resentimientos, así como desajustes de fondo en la gestión gubernamental, pero, hasta ahora, tiene respaldo popular para llevar a cabo esas medidas en función de la reconstrucción de la industria petrolera nacional. 

Esta postura, naturalmente, le ha acarreado al Presidente López Obrador críticas severas, descalificaciones apasionadas que, si bien aluden a razones técnicas y financieras precisas, lo cierto es que revelan un talante ideológico de derecha que rechaza, por principio, que un gobierno de corte popular y nacionalista pretenda revertir la privatización del petróleo y quiera reconstruir las bases de un Estado decidido a incidir en el desarrollo económico y la redistribución de la riqueza.

Se trata de una gran disputa, que López Obrador alimenta con su proyecto de construir la refinería de Dos Bocas, bajo la idea de que la soberanía energética implica ser menos dependientes de las gasolinas provenientes del extranjero y que la seguridad energética solo es posible si el país produce los combustibles necesarios a costo accesible. Sin embargo, el proyecto de Dos Bocas, hasta el momento, parece no tener la viabilidad técnica, ambiental, financiera y social, condición necesaria para consolidarse como un polo de actividad económica que, desde su misma construcción, atraiga a los grandes capitales nacionales e internacionales.

Las empresas nacionales y trasnacionales, así como las calificadoras financieras, por su parte, mantienen una presión incesante sobre el proyecto petrolero de López Obrador. En principio, exigen que se respeten los contratos, los acuerdos y las políticas de inversión privada que entraña la reforma energética de 2014. Se oponen tajantemente a que AMLO revierta la privatización de la industria petrolera. En forma específica, plantean que no se dedique ni un peso a construir una nueva refinería y que los recursos públicos se orienten a fortalecer la capacidad de PEMEX de explorar y producir petróleo para venderlo al extranjero. México, dicen, no tiene capacidad estructural para la refinación. 

Pero las calificadoras y los grandes capitales plantean caminos sin salida, evidentemente ventajosos para sus intereses. Por un lado, exigen que el gobierno de AMLO limpie las finanzas de PEMEX, que se comprometa con una ruta confiable para no fallar en el pago del servicio de su deuda y amortizarla en un lapso razonable; pero, por otro lado, rechazan que se destinen grandes cantidades de recursos públicos al rescate de PEMEX, que son necesarios para que la empresa pueda recuperar niveles de producción suficientes para comenzar un camino de equilibrio financiero y poder desendeudarse. 

Es una encrucijada interesante, porque los grandes capitales tienen el poder, a través de las calificadoras financieras, de obligar al gobierno de AMLO, y a cualquier gobierno en el mundo, a realizar las acciones que convienen a esos capitales; el procedimiento sería sencillo: bajan al máximo la perspectiva de PEMEX y los tenedores de la multimillonaria deuda, en dólares, alrededor del mundo exigen pago inmediato, colapsando no solo a la empresa sino a la economía y el Estado mexicanos.

Con todo, el gobierno de AMLO tiene oportunidades de enfrentar satisfactoriamente este reto. Tal vez sea momento de replantear, si no los objetivos estratégicos, sí los tiempos e intensidades de los proyectos de la Cuarta Transformación. El margen de maniobra es estrecho, ante las resistencias naturales, poderosas y legítimas muchas de ellas. Los recortes presupuestales a mansalva, pronto ya no serán apoyados por la gente ni por los actores políticos y sociales afectados, ni siquiera con el discurso de que son para salvar el petróleo nacional. Lo mismo en el caso de la reasignación de presupuesto a otros rubros que, en un país tan complejo, no pueden desprotegerse por salvar a PEMEX.

La soberanía y seguridad energéticas, definitivamente pasan por el mayor control que se pueda tener sobre la industria de los hidrocarburos. PEMEX es la palanca histórica para que el Estado mexicano ejerza la rectoría en el sector y garantice que la renta petrolera sea apropiada por la Nación y no quede en el aire como lo permite la reforma de 2014. Por ello, el gobierno de López Obrador tendrá que decidir, lo están orillando a ello, si avanza a rajatabla en la reversión de la “mal llamada reforma energética de Peña Nieto”, en concreto dar marcha atrás a la inversión privada; o decide encontrar fórmulas de complementariedad entre el capital privado y la inversión pública, escenario en el cual debe garantizar, a toda costa, que la renta petrolera la distribuya el Estado y que PEMEX sea un actor principal y no mero prestanombres de los grandes capitales.

En el período que va de 1982 a 2018, “la larga noche del neoliberalismo”, como gustan decir los más férreos seguidores de la 4T, PEMEX fue sometido a un proceso deliberado de deterioro y quiebra, con el objetivo de acreditar el escenario irrefutable de la privatización, no de la chatarra PEMEX, sino de la industria petrolera. Diversos estudios, incluidas auditorías de la Auditoría Superior de la Federación, documentan y dan verosimilitud a esta versión. Los hechos parecen confirmarlo. En esta coyuntura, López Obrador tiene la oportunidad de rescatar para la Nación la industria petrolera, pero, dados los enormes riesgos y los poderosísimos intereses en juego, también se abre la posibilidad de que, producto de malas decisiones, se colapse este estratégico sector.