El combativo, controvertido y honesto dirigente sindical y estudiantil Efraín Calderón Lara, conocido popularmente con el apodo de Charras, fue asesinado en el año de 1974 presuntamente por órdenes de Carlos Loret de Mola, a la sazón gobernador del sureño estado de Yucatán. En Charras, Hernán Laza Zavala recrea este suceso que conmovió en su momento a la sociedad de aquella región del país.

Si bien un hecho histórico real, Lara Zavala lo presenta como un thriller que gira en torno a los últimos días de Calderón Zavala, donde resulta ser protagonista  fundamental el propio gobernador yucateco, de quien el autor de Charras introduce fragmentos –sin darle crédito— del libro de Loret de Mola, Confesiones de un gobernador, que tienen relación directa con el caso.

El futuro líder natural era originario del vecino estado de Campeche, pero la familia se trasladó a Yucatán desde que Charras era un niño. Así, antes de terminado los estudios de abogado y dueño de una conciencia social excepcional, Calderón Lara se dedicó a defender a los hasta entonces explotados trabajadores yucatecos, que se desempeñaban en condiciones laborales dignas de la Edad Media.

Al lograr condiciones laborales mucho más dignas para los obreros de diferentes empresas, mediante contratos colectivos de trabajo amparados en la ley de la materia, Calderón Lara inmediatamente alcanzó fama de líder nato; sin embargo, el nuevo estatus también le generó adversarios poderosos, que a la postre propiciarían su secuestro, tortura y asesinato de parte de sicarios (¡policías judiciales!) del gobierno del estado.

Aunque los enemigos que se echó encima Charras eran empresarios influyentes, la responsabilidad de su asesinato fue del gobierno de Loret de Mola, que tenía fuertes presiones que lo instaban a actuar con “energía”, El autor de la novela, mediante los hechos que se van desarrollando, responsabiliza del crimen directamente al gobernador de Yucatán.

La acusación del autor al mandatario yucateco tiene su fundamento: poco conocido entre los grupos de poder que existían en ese tiempo en su entidad, tuvo que hacer muchas concesiones para que lo ayudaran a encaramarse en el poder estatal. Para colmo de males, Loret de Mola no era un político sino un periodista que se valía de la pluma para halagar o zaherir a los poderosos, según donde soplara el viento.

Lo más curioso del caso es que más tarde, cuando dejó el gobierno de Yucatán, Loret de Mola se convirtió en feroz crítico del presidente Luis Echeverría, que fue precisamente el que lo sostuvo para que no tuviera que solicitar licencia en lo que se investigaba la muerte de Charras, pues en el gobierno federal no querían dar la impresión de debilidad frente a las presiones.

El propio Loret de Mola, en sus Confesiones de un gobernador, hace notar que él estaba dispuesto a separarse del cargo para que la investigación llegara hasta sus últimas consecuencias. Casi como si se tratara del último gran héroe de la historia, el en ese entonces gobernador de Yucatán se describe a sí mismo como un dechado de virtudes, incapaz de hacer algo impropio.

La verdad es que Loret de Mola estaba muy presionado y cometió muchos errores. La novela lo pone como un sujeto titubeante, medroso y chillón, que se soltaba como una Magdalena a la menor provocación, Y en ese ambiente tenso que se vivía en la década de los 70, que fue el mismo que prevalecía a lo largo y ancho del país, el debilucho gobernador dio la autorización para que se desapareciera por unos días a Charras en un momento crucial para el líder sindical y miles de trabajadores.

Algo sobresaliente de la biografía de Charras es que era un líder incorruptible. Un poderoso empresario del transporte lo quiso comprar con el ofrecimiento de un auto y un cheque en blanco. El propio gobernador yucateco intentó disuadir al dirigente sindical con cargos en su administración. En ese sentido, Calderón Lara siempre se mantuvo inflexible.

En el párrafo de una carta dirigida a su mamá por Calderón Lara, éste le dice: “El Gobernador ha intentado convencerme de que abandone mi causa, primero mediante puestos oficiales y después mediante cohechos. Como he rechazado unos y otros ha recurrido a las presiones y las amenazas. Creo que ahora el Gobernador se dispone a atacarme directamente. El es periodista, no político. Sus puestos los ha logrado  mediante su pluma a veces obsequiosa, a veces venenosa, según sea el caso y su conveniencia personal. Todos saben que cambia sin ningún escrúpulo de camiseta y que no tiene más convicción que la de sus intereses. Ahora lo presionan por varios frentes y no sabe qué rumbo tomar. Es temeroso, es inseguro. Eso me alarma más pues nunca sabes cómo va a reaccionar ese tipo de gente”.

Las proféticas palabras de Charras se hicieron realidad unos días después: el campesino Evaristo Poot Cruz encuentra tirado en la carretera a Chetumal el cadáver del líder sindical. El cuerpo semidesnudo se encontraba con las manos atadas a la espalda, con la cara destrozada, con piquetes punzantes por todos lados, quemaduras de cigarros y los testículos mutilados.

Pero si bien al gobernador se responsabiliza como autor intelectual del crimen cometido en contra de Charras, un policía judicial, de nombre Carlos Francisco Pérez Valdez, resulta ser su némesis: traficante de droga, asiduo cliente de prostíbulos, amante de putillas y hasta mayate. No es el único que participa en la conspiración que culminó con el horrendo asesinato, pero en él se centra también la historia por haber sido de los “chivos expiatorios”.

El prestigiado criminalista Alfonso Quiroz Cuarón, amigo del gobernador, es el que se encarga de interrogar al asesino para “esclarecer” los hechos, luego de que lo habían traído de un lado para otro cuando la opinión pública exigía conocer el paradero de los responsables del asesinato. Traicionado por sus jefes y amigos que le dieron la espalda, Pérez Valdez fue el único que permaneció buen tiempo en prisión tras haber resultado culpable.

En su oportunidad, un juez dictó formal prisión, como presuntos responsables de los delitos de secuestro y homicidio, al coronel José Felipe Gamboa, director de Seguridad Pública y Tránsito del Estado de Yucatán; al capitán Carlos Marrufo Chan, subdirector administrativo, y al capitán Víctor Manuel Chan López, comandante de la sección de patrullas estatales.

También se acusó a William Salazar Cordero, subcomandante de la misma dirección,  por encubrimiento, y a Enrique Salazar, funcionario, por secuestro y homicidio. En tanto, al sargento Néstor Martínez Cruz y a Carlos Francisco Pérez Valdez, agente de patrullas, así como a Eduardo Sáenz Castillo, se les dictó formal prisión por los delitos de secuestro, homicidio y violaciones sobre las leyes de inhumaciones.

Estos tres últimos fueron los que recibieron la orden de secuestrar a Charras. Las  instrucciones eran que sólo tenían que haberle dado “un susto”, pero finalmente se les pasó la mano. Y aunque encarcelados todos durante algún tiempo, podían salir a divertirse a los congales de la zona roja. Así, de a uno por uno se fueron “fugando” los delincuentes por la entrada principal, hasta dejar más tiempo a Pérez Valdez. Al final, este también fue a parar a Estados Unidos.

Sin mencionar la justicia poética, la da a entender Lara Zavala en su novela: reproduce un capítulo de Denuncia, libro de Rafael Loret de Mola (también sin darle crédito), que habla sobre la extraña muerte de su señor padre, Carlos Loret de Mola, ex gobernador yucateco, después de pasar un retén en una carretera del estado de Guerrero.