Si bien la novela Todos los nombres forma parte de una trilogía del portugués José Saramago, la que inicia con Ensayo sobre la ceguera y termina con La caverna, la historia de en medio seguramente fue la que influyó entre los académicos suecos para que le otorgaran al año siguiente (1998) el Premio Nobel de Literatura.
La primera de la trilogía data de 1996, la segunda (Todos los nombres) es de 1997 y la tercera es del 2000; luego entonces, el haber dedicado tres novelas que abordan los conflictos de la humanidad actual, algo que resulta tan caro a los puntillosos académicos que representan los intereses de Alfredo Nobel en Suecia, fue el aliciente que terminó por convencerlos de entregarle el galardón al ya para entonces madurito escritor.
(Permítaseme una digresión. De acuerdo a los deseos del creador de los Premio Nobel de Suecia, el galardón destinado a los escritores debería entregarse a autores de edad mediana, es decir, a aquellos que todavía les quedan varios años de vida fructífera, a fin de que ya no se tengan que ver obligados a pasar nunca más por estrecheces económicas, pues el apoyo en metálico lo permite, sin considerar la fama de golpe y porrazo que viene aparejada; además, hay que mencionar el considerable aumento en la venta de sus libros, las invitaciones a dar conferencias, etcétera. Al respecto, cabe señalar que sólo en pocos casos se cumple con el deseo de Alfredo Nobel, pues casi todos los escritores a los que se les ha entregado el premio ya son viejos: el mejor ejemplo de mi dicho es precisamente el autor de El evangelio según Jesucristo, que lo recibió cuando ya andaba por los 73 años de edad, cuando el promedio debiera ser entre los 45 y los 55 años).
La novela La caverna (con la que culmina la trilogía) se publicó después de que Saramago ganara el Premio Nobel, por lo que –insisto— sólo fueron las historias Ensayo sobre la ceguera y Todos los nombres las que inclinaron la balanza a su favor. Bien: pero esta vez no voy a comenzar con la primera de la serie, sino con la segunda, que a mi juicio fue la que definitivamente hizo que los académicos suecos le dieran su voto de confianza.
El premio pudieron habérselo dado al anciano Saramago por la vieja deuda que tenían en Suecia con el checoslovaco Franz Kafka, pues Todos los nombres intenta seguirle los pasos a El castillo, donde el escritor del absurdo hace una velada crítica a la burocracia del Estado, pero desde afuera: el portugués, en cambio, la hace desde adentro, utilizando a un tal don José (dicho nombre es recurrente en la obra del autor de El proceso), un escribiente cincuentón que trabaja en la Conservaduría del Registro Civil.
En su intento por seguir con el absurdo de Kafka, Saramago sólo utiliza a un personaje con nombre (don José) para armar su historia: todos los demás sólo son referencias o datos. Así, el personaje sobre el que gira la trama tiene una afición secreta, aparte de desempeñar su mediocre labor de burócrata del Registro Civil de la ciudad de Lisboa: recortar y coleccionar noticias sobre personas famosas, tanto del ámbito artístico como del eclesiástico. Y como por su trabajo pasan los nombres de vivos y muertos por igual, todo se le presenta de la mejor manera.
Sin embargo, un día (así comienzan todas las historias: cuando un día sucede algo extraordinario) se topa con el nombre de una mujer por la que don José se obsesiona, al punto de iniciar una búsqueda que lo lleva incluso a infringir los convencionalismos en los que siempre se había mantenido, lo que incluso le genera problemas con sus superiores del Registro Civil, que en su descripción también recuerda un poco al inaccesible Castillo al que nunca llega a conocer del todo el agrimensor K en su intento por hablar con el jefe de toda la monstruosa burocracia que lo habita.
La contraportada de la novela nos ilustra con el siguiente comentario final de un tal Eduardo Lourenco: “Todos los nombres es la historia de amor más intensa de la literatura portuguesa de todos los tiempos”. En efecto: es una historia de amor, sí, pero absurda, donde el hombre jamás ve frente a frente al objeto de su deseo, que es esa mujer desconocida.
Como sea, no es una mala historia para ser un Premio Nobel de Literatura. En cambio, lo que sí llama poderosamente mi atención es la peculiar forma de redactar de este hombre ya fallecido. Sin discusión, el estilo es el hombre. Pero resulta que el estilo de Saramago es de lo más infame: no se apega al manejo tradicional de los diálogos (de hecho, toda su obra así está hecha), sino que lo hace a la manera de los autores antiguos.
No es que no se le entienda al viejito: un asiduo lector como lo es el autor de esta columna de culto ya no se sorprende con todo tipo de estilos que, de pronto, lanza el escritor que menos se espera uno; sin embargo, en atención al que es poco avezado se debiera ser lo más pulcro posible en una profesión en la que ya están metidos hasta las cachas. Al final de cuentas, de eso viven los escritores: de sus lectores. Y mejor viven si les cae, de paso, un Premio Nobel de Literatura.
Tomo al azar unos diálogos usados por el Nobel en la novela Todos los nombres, estilo ampuloso que a mí me revienta el hígado y que pudo haberlo evitado si no se tratara de un escritor pretensioso (aunque, cabe aclarar, el viejo tiene a sus incondicionales que lo adoran y no tardan en levantarle un monumento). Se trata de una aclaración que don José daría en el caso de que lo interrogaran sus superiores sobre sus indagaciones sobre la misteriosa mujer que busca:
“Sólo sé que era la noche del miércoles, estaba en casa, de tan cansado que me encontraba ni quise cenar, todavía sentía la cabeza dándome vueltas por haber pasado todo el santo día encima de aquella escalera, el jefe debería comprender que ya no tengo edad para estas acrobacias, que no soy ningún muchacho, aparte del padecimiento, Qué padecimiento, Sufro de mareos, vértigos, atracción del abismo, o como se llame, Nunca se quejó, No me gusta quejarme, Es bonito por su parte, continúe, Estaba pensando meterme en la cama, miento, ya me había quitado los zapatos, cuando de repente tomé la decisión, Si tomó la decisión, sabe por qué la tomó, Creo que no la tomé yo, que fue ella quien me tomó a mí, Las personas normales toman decisiones, no son tomadas por ellas, Hasta la noche del miércoles, también yo pensaba así, Qué sucedió en la noche del miércoles, Esto que le estoy contando, tenía la ficha de la mujer desconocida sobre la mesilla, me puse a mirarla como si fuese la primera vez, Pero ya la había mirado antes, Desde el lunes, en casa, no hacía otra cosa, Estaba madurando la decisión, O ella a mí, Venga, venga, no vuelva otra vez con ésas…”
Además de esos diálogos engorrosos de que echa mano el portugués en toda su obra, resulta que para el buen hombre no existen ni por equivocación los signos de admiración ni de interrogación, los guiones ni las comillas. Quién sabe cuáles hayan sido los motivos de su pleito a muerte contra el idioma y la buena redacción, pero lo menos que se esperaría de alguien como él era una prosa pulcra, inmaculada, y los lectores sólo obtuvimos esas parrafadas que se estrellan en pleno rostro.
Hay quienes afirman que lo importante es el fondo y no la forma; pero yo creo que se deben cuidar forma y fondo. Una historia puede ser muy profunda, pero desmerece mucho si no está bien contada. Y una historia bien contada es aquella que está bien escrita. En el caso de José Saramago se perdieron las expectativas. El buen hombre debió haber leído antes al mexicano Martín Luis Guzmán para haber mejorado un poco mejor el estilo.