En el año 2016, un grupo de senadores de la entonces oposición en el Senado, entre los que se encontraban Manuel Bartlett, Layda Sansores, y Ana Gabriela Guevara, regaló a la opinión pública esta perla de originalidad de (una) teoría política (rara):

 

“¿Podemos sostener que la reforma constitucional y legal educativa de 2013 constituye un golpe de Estado? Desde nuestro punto de vista, así es. Los golpes de Estado no solo los realizan los militares; pueden y así ha ocurrido en la Historia, ser realizados por los titulares del poder político legal, por funcionarios públicos, por poderes fácticos, y hasta por los poderes constituidos. Lo que define al golpe de Estado no es quién lo realiza, lo determinante es que el golpe de Estado entraña la instauración de un poder por vías no constitucionales ni democráticas –sin respaldo en la soberanía popular-, con la finalidad de instaurar una nueva legalidad o práctica política contraria a los principios que fundan la Constitución respectiva.”

La interpretación (muy particular) de golpe de Estado de los senadores firmantes era el inicio de su exposición de motivos de una iniciativa de reforma que presentaron ese año para abrogar la reforma educativa. No tuvo mayor trascendencia, pero permite reflexionar sobre algo que sí la tiene: el espacio público no tiene ningún rigor, ética ni llamado a la cordura para que las personas utilicen las palabras y su significado.

Las licencias en el uso de términos como golpe de Estado van más allá de la imprecisión ideológica. Lo mismo cuando algún resentido llama genocida a un presidente por su estrategia de seguridad o cuando se usa el calificativo de nazi para referirse a cualquier escuincla que odia a los hombres. El verdadero problema con la trivialización de esas palabras en que con ellas se le falta al respeto a la memoria histórica de las víctimas que sí sufrieron los horrores de los golpes de Estado, los genocidios o el nazismo. La estridencia, la victimización y la desvergüenza de la clase política (de izquierda, de centro y de derecho) debe tener límites y este es uno muy claro.

Cuando el fin de semana, a raíz de unos tuits del presidente Andrés Manuel López Obrador sobre Madero, Franco y la fábula de una rana, simpatizantes y columnistas se aprestaron a tratar de justificar, como siempre, el discurso oficial. Claro que para hacerlo había que recurrir a una interpretación bastante laxa de golpe de Estado, pues, técnicamente, es la toma de poder político por parte de una persona o grupo distinto al que fue erigido en el cargo por vías constitucionales. Normalmente esto ocurre con el apoyo de fuerzas armadas domésticas, pero puede ser también con apoyo del exterior. La idea es que lo haga un poder extraconstitucional, que sea una usurpación de funciones al más alto nivel político. Como en México lo que hay son periodistas y exfuncionarios (pocos, tímidos) que se atreven a cuestionar al señor presidente en sus conferencias matutinas o mostrar su desacuerdo en desayunos militares, pues resulta que ahora eso es un golpe de Estado que, además, falló, como lo demuestran los tuits del presidente: ni el discurso de un general en un desayuno ni las preguntas en la mañanera pudieron derribar al gobierno democrático. ¡Qué Bueno! Lo malo es que, en la realidad, un golpe de Estado es cosa seria y no conviene jugar con el tema ni aunque esté yendo mal al presidente mientras enseña un video o una gráfica de cualquier cosa. Es demasiado grave y demasiado desagradable hasta como cortina de humo. Los últimos golpes de Estado que han tenido éxito la pasada década han ocurrido en países africanos o asiáticos de una fragilidad política impensable en América latina y que no guardan importancia estratégica alguna para ninguna superpotencia: Yemen en 2014, Zimbabue en 2017 y Sudán en 2019. En el primero hubo una sanguinaria lucha entre militares rebeldes y fuerzas armadas leales al gobierno; en los dos últimos, la presión, a punta de pistola, del ejército nacional contra el poder ejecutivo en funciones. En todos los casos, con víctimas directas e indirectamente los pueblos que sufrieron del desplante antidemocrático por excelencia: que les arrebaten la voluntad popular por la fuerza de las armas propias, nacionales. Eso sí es un golpe de Estado y no las preguntas incómodas de un reportero, no el ajuste de cuentas de narcotraficantes en una plaza, no las cuentas fantasmas de un adolescente en redes sociales (por más seguidores que supuestamente tengan). El disenso es eso, disenso. La desestabilización maliciosa también se puede acusar así, sin que por ello pierda fuerza la denuncia.

Sin embargo, esta laxitud en el empleo del término golpe de Estado por parte del propio Ejecutivo federal es grave por una razón: no es la oposición en esta ocasión la que usa este término ni es, tampoco, alguno de los funcionarios que han cometido alguna imprudencia que suele comprometer al presidente. El anunciar que no hay condiciones para un golpe de Estado, si no se tiene temor a uno, es totalmente innecesario. Hay cosas que un jefe de Estado y de Gobierno no puede decir, porque se vuelven profecías autocumplidas. Como cuando la torpe administración zedillista, a través del entonces secretario de Hacienda Jaime Serra Puche, dijo que no había condiciones para una devaluación grave en México. ¿Qué sucedió? La crisis económica más grave que ha enfrentado este país. Si Andrés Manuel insiste en seguir hablando, sea en términos positivos o negativos, de un golpe de Estado, va a haber uno, y no necesariamente tradicional (con una junta militar gobernando a punta de pistola), pero si uno suave, con los militares imponiendo sus condiciones a través de mecanismos de debilitamiento y desobediencia al Ejecutivo.

Ojalá que López Obrador cuide más sus palabras: el poder repele al vacío.