En América latina, los títulos académicos sustituyeron a los títulos nobiliarios de antaño. Esto sería un lugar común si no fuera porque ahora también tienen en común con estos, sobre todo en su decadencia, que proveen la dignidad del prefijo sin ninguna otra garantía. Puede uno estarse muriendo de hambre con el título de posgrado, así como los nobles del bajo medioevo pasaban hambre con su escudo de armas, su hidalguía y sus impecables modales de cama.

Desde hace algunos días han salido a la luz diversos artículos de opinión en forma de denuncia social sobre el sistema educativo chileno. Ya es un hecho conocido a nivel internacional que el sistema político de Chile está en crisis en su integridad. Lo que empezó con las protestas por el aumento de precio al boleto del Metro se ha convertido en una especie de reedición de las protestas estudiantiles y de clase media de la década de los sesenta del siglo pasado. El símil no es gratuito, puesto que, a diferencia de Ecuador, por ejemplo, donde los disturbios fueron sobre todo desde la población indígena, y de Bolivia, donde la polvareda deja ver un importante sustrato campesino en las protestas, en Chile la mayor parte de los que han alzado la voz son estudiantes y profesionistas empobrecidos que, supuestamente, habían sido los más beneficiados con el modelo económico de libre mercado, fronteras abiertas y Estado mínimo.

A diferencia de lo que ocurrió en México, donde la educación gratuita quedó al margen de las reformas económicas de hace tres décadas (con todo y los vicios que tenga la educación gratuita a la mexicana), Chile decidió copiar, también ahí, el modelo norteamericano, que es insostenible para un país que no tenga una economía del tamaño de la estadounidense. Es fácil entenderlo con un par de trazos generales.

Para una economía y una cultura como la norteamericana, de extracción anglosajona, los estudios universitarios tienen una dignidad que comparten con cualquier oficio. La utilidad social de un técnico, de un comerciante o de una enfermera no está a discusión y, si bien existen las mismas pirámides de ingreso que en cualquier otro país capitalista, los trabajadores altamente calificados, entre los que entran desde técnicos legales hasta electricistas, tienen un nivel de vida por encima del que gozan muchos profesionistas de otros países, incluyendo el mexicano.

En Estados Unidos, el modelo universitario también ha sido puesto bajo la lupa. Los estudiantes, casi en su totalidad, adquieren créditos casi tan agresivos como una hipoteca para sufragar la matrícula que les permite obtener un título. Pasan los primeros años de su profesión pagando esa primera gran deuda. De ahí para adelante, normalmente viven del crédito, aunque cada vez mejor, conforme pasan los años, porque cada vez les prestan más. El círculo se reproduce con sus hijos.

Pero en una economía latinoamericana, la elección de estudiar la universidad no sólo es de racionalidad económica. Nuestra cultura inclusiva y antielitista reprocha a las universidades su sistema de selección y se les obliga a relajarlo o a crear nuevas universidades, públicas y privadas, para los rechazados. En el caso de Chile, hasta las universidades públicas cobran matrículas de miles de dólares porque son obligadas a autofinanciarse.

Lo malo es que, a diferencia de lo que sucede en EE. UU., la pauperización del salario y el subempleo en América latina están cada vez más arraigados y pronunciados. La entrada al sistema financiero, como deudores, no se complementa con su ingreso a un mercado laboral que permita pagar la deuda y eventualmente construir algún patrimonio. Se quedan con la deuda, el título y sin dinero durante toda su carrera profesional. Y cuando la clase media educada es a la que un sistema empobrece, las crisis son más complejas, más aceleradas, y más memorables. Basta, repito, con recordar los años sesenta del S. XX.