El gobierno de Andrés Manuel López Obrador ha resultado mucho más moderado de lo que sus detractores esperaban y de lo que sus fanáticos quieren y ambos grupos insisten en recordárselo a la opinión pública (o a sí mismos) todos los días, con cada declaración o cada nota. A un año de su gestión, lo que hay es un gobierno más capaz que las últimas tres administraciones en términos de comunicación política y mucho más conservador en algunos aspectos de política económica. Nada de malo hay en un pensamiento conservador bien entendido y el ejercicio de gobierno no puede implicar una revolución permanente porque, de entrada, lo que se crea por ese gobierno transformador, si es bueno y eficaz, debe conservarse. Un revolucionario se vuelve conservador de los logros revolucionarios por definición. Lo demás (como institucionalizar una revolución), son maromas de lenguaje.

Y es precisamente el lenguaje el instrumento que ha utilizado con más atino el gobierno de la auto nombrada Cuarta Transformación para poder salvar su propia cara, conservando, en lo que importa, la prudencia. El cambio no es menor, porque el modelo económico fallido que se está tratando de modificar profundamente, no sin resistencias, en todo el mundo se impuso y sostuvo como un cambio cultural que deconstruyó el lenguaje público y lo sustituyó por uno aparentemente técnico, empresarial y objetivo. Los cambios eran de tal envergadura que requerían de eufemismos.

Es mucho más agresiva una privatización que una liquidación de activos paraestatales, mucho más amable una política de disciplina fiscal que un recorte masivo de ayuda a los pobres, aunque sean la misma cosa. El programa económico liberal de los últimos treinta años, además, basa su teoría económica en supuestos que no se indignan ni con la pobreza ni con el desempleo ni con la carestía de la vida. De hecho, los considera como inevitables, parte de la esencia del mercado y por ende del funcionamiento de la sociedad. Lo malo no es que haya indigentes, sino que la tasa de indigencia se salga de control. Es decir, si hay niños muriéndose de hambre, pues ni modo, pero, eso sí, hay que cuidar que el número de personas desnutridas sea el normal. Esto es lo mismo que decir que la existencia de una cantidad dada de personas condenadas a morir de hambre o de enfermedades curables es algo permanente, normal, esperable, perfectamente aceptable e inevitable y que, en todo caso, estas personas no son problema de nadie, sino un mero resultado del mercado.

Por eso tiene valor programático que el presidente de la República denuncie las falacias conceptuales del programa liberal, aunque su modo rudimentario de hablar, su apariencia personal, sus escasos modales, su afición por las garnachas y sus formas de predicador evangélico sean increíblemente chocantes y, la mayoría de las veces, estén totalmente fuera de lugar. Pero decir que el ser humano no es un ente egoísta que sólo se preocupa por maximizar su utilidad, que la solidaridad social sí existe, que la bondad y no la racionalidad económica es lo natural en el ser humano, no es ser ingenuo sino realista. Lo que no encuentra ninguna evidencia empírica es que el ser humano sea el homo aecconomicus pregonado por Friedman y Hayek.

La prudencia del presidente consiste en que, si en su discurso ha sido condenatorio a las políticas económicas de administraciones pasadas, en los hechos ha sido bastante cauteloso. Quizás por eso los organismos financieros internacionales no se han pronunciado de forma definitiva al respecto de este líder, que en el pasado se ha vendido, indiscutiblemente y por prolongado tiempo, como de izquierda radical con tintes socialistas. Salvar a Petróleos Mexicanos a toda costa para no arriesgar la calificación de deuda país, dejar la burocracia en un mínimo operativo, evitar a toda costa los aranceles a productos de exportación mexicanos, eliminar programas sociales y convertirlo en dinero en efectivo para que la gente lo gaste como quiera es discutible y hasta temerario, en un primer análisis, como estrategia de desarrollo, pues implica enormes riesgos, que sin duda no han sido debidamente analizados, y causarán, indudablemente, severos efectos colaterales en el bienestar de todos. Pero ese proceder, de izquierda no es, estatista tampoco y socialista, menos. Es, de hecho, un programa que hubieran impulsado con entusiasmo los economistas que se educaron en la Universidad de Chicago, en la década de los ochenta del siglo pasado. Si se le brinda el beneficio de la duda al presidente, puede pensarse que esté apostando al cambio cultural, de lenguaje y de ideas, antes de ejecutar cualquier cambio en la realidad económica. Quizás sea eso, pero también debe recordar que no tiene todo el tiempo del mundo para hacerlo.