La circunstancia actual de la guerra de Calderón contra los cárteles de la droga entró en una fase ultra crítica. No es un asunto menor ni debe tomarse a la ligera; los hechos ocurridos en Tres Marías, la reciente ofensiva criminal en Jalisco, Sinaloa, Guerrero, Michoacán y San Luis Potosí, así como las acciones emprendidas para “calar” al próximo gobernador de Morelos, en cualquier otro país, serían signos de que el desgobierno es el predominante. 

Para el gobierno federal lo importante no es ordenar la retirada de las Fuerzas Armadas en la lucha contra el narcotráfico, sino cómo hacerlo. El número de ejecuciones sigue en niveles alarmantes y el impacto mediático de las ejecuciones mantienen en vilo a gran parte de la población del país. Por si fuera poco, y a pesar de la situación grave del país, las denuncias sobre abusos cometidos por los militares suben de nivel, al grado que la principal revista política del país le dedica su portada y al menos tres de los principales diarios nacionales, continúan amarrando navajas entre los altos mandos castrenses en el marco del nombramiento del próximo titular de la SEDENA. 

Este es el verdadero tema que debería estarse analizando en los principales círculos políticos. Más allá de quiénes formaran al gabinete o qué camino tendrá que elegir la protesta lopezobradorista, hay asuntos de primer interés para miles de mexicanos que seguimos esperando una señal de paz, de cuándo este baño de sangre habrá de amainarse, al menos por un momento. 

Lo anterior ha intensificado otro debate al interior del equipo de transición del próximo gobierno: qué deben guardar las Fuerzas Armadas en su combate con el narcotráfico: ¿Se está ganando o se está perdiendo la guerra? ¿Si se gana, cuándo y en qué momento deben los militares regresar la seguridad pública a los civiles? ¿Si se está perdiendo, entonces cuál debe ser el camino a seguir para que la institución militar no salga más dañada de lo que actualmente está? 

Por otra parte, ¿En términos de costos y beneficios (políticos, sociales y económicos), cuál será el balance para el gobierno de Felipe Calderón? ¿Cuál para los gobernadores? ¿Cuál será el costo/beneficio para el próximo gobierno de mantenerse por esta ruta? ¿En materia de derechos humanos, las Fuerzas Armadas estarán preparadas para sancionar y resarcir los abusos? ¿Está preparándose la retirada o para dar paso al Cuerpo de Élite del Ejército? 

Lo que queda claro es que las opiniones en contra de continuar con la militarización del combate al narcotráfico subirían de nivel en la medida en que las denuncias sobre presuntos abusos contra la población civil se intensifiquen y el narco aseste golpes directos contra la clase política, cuerpos del Ejército o la Armada. Se argumentarían tres tesis para obligar al próximo presidente a ordenar la retirada y a replantear la estrategia: 

Uno, El riesgo de que se generalice la idea de que se perdió la batalla contra los cárteles. 

Dos, El debilitamiento de los altos mandos militares ante el poder corruptor del narcotráfico que cada día escandalizaría más. 

Y, Tres, la posibilidad de que se construya un “Estado policial”, en caso de que se imponga la actual lógica del combate al crimen organizado. 

Así las cosas, no es aventurado analizar, con sumo cuidado el siguiente escenario (favor de leerlo sólo como un ejercicio de prospectiva política): 

Bajo estas tres líneas la presión mediática, social y política se posicionaría del debate mediático y podrían salir las primeras manifestaciones a las calles. Por una parte, algunos especialistas insistirían en que la guerra contra el narco no ha dado los resultados esperados y que, por el contrario, se ha desmeritado el papel de las Fuerzas Armadas y su integridad institucional. Las eventuales sanciones contra militares por violación a derechos humanos o abusos de autoridad, darían solidez a estas afirmaciones.

Por otra, organizaciones civiles y partidos políticos de oposición alertarían sobre los riesgos político-sociales de mantener al Ejército en plazas electorales importantes como Monterrey, e incluso el propio DF. 

Asimismo, desde el interior del próximo gabinete se advertirían los primeros síntomas negativos de los costos de los operativos conjuntos y de la falta de recursos para una guerra prolongada, además de las limitantes para los compromisos contraídos en materia de política social. 

Los grupos sociales de corte radical y movimientos sociales emergentes, entre otros del sindicalismo independiente, se sumarían a las protestas y sus denuncias irían desde la oposición a la militarización, hasta revertir el endurecimiento de los gobiernos federal y estatales, así como las iniciativas que limitaran el derecho a la manifestación en sus respectivos congresos. 

La combinación de las resistencias sociales a los operativos, el desgaste de la imagen pública de las Fuerzas Armadas y el balance negativo de los resultados de los operativos, obligarían al Presidente a replantear la estrategia y a buscar una salida menos dañina a la retirada de los militares. Esto daría lugar a dos posibles desenlaces: 

Desenlace personalizado. De manera pausada y gradual, el próximo mandatario ordenaría el regreso de los uniformados en las plazas donde el riesgo de un resurgimiento de la violencia haya pasado. Bajo esquemas de negociación con los gobiernos estatales e incluso con intercambio de señales con ciertos grupos delictivos, el nuevo presidente y su equipo decidirían el resguardo de los cuerpos armados, una tregua en la batalla y un replanteamiento táctico de la estrategia. Sin dejar del todo el acento en la batalla contra el narcotráfico, el primer mandatario bajaría la intensidad de la guerra y esperaría otro momento para relanzarlo. La presión mediática y social bajaría, se registrarían hechos violentos pero cada vez más aislados. Las lecturas sobre este comportamiento serían encontradas. 

Desenlace compartido. El nuevo presidente abandonaría la arena de una lucha unipersonal contra el crimen organizado y convocaría al resto de las instituciones, de la clase política, empresarios y sociedad a asumir, en su justa dimensión, su responsabilidad ante la amenaza del narcopoder. De este modo, se daría una pausa a la confrontación abierta contra las mafias y se daría espacio y tiempo para una defensa del país y la institucionalidad de manera coordinada, ampliada y con costos y beneficios compartidos. La comunicación social de la lucha contra el narcotráfico cambiaría radicalmente y se prestaría a tener respaldo social a través de diversos métodos vinculantes. La convocatoria tendría eco entre los gobiernos más afectados por el crimen organizado y en ciertos segmentos sociales, más no así entre partidos políticos de oposición, grupos y movimientos sociales que no cesarían en cuestionar el papel desempeñado por los militares y sus resultados. Finalmente el desgaste de la guerra sería compartido equitativamente por todos los gobiernos y por las mismas Fuerzas Armadas. En el mediano plazo, este ajuste en la estrategia le resultaría y podría relanzar la lucha en otro nivel y fuerza. 

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