En Contexto

Hay que ser muy perverso, lo que implica un elevado nivel de inteligencia, o simplemente ignorante para insistir en reformar a la Ley del Banco de México, que permitiría a los bancos (básicamente Azteca) recibir dólares estadounidenses en efectivo sin restricción alguna y, con ello, obligar al banco central a captar los remanentes que los mexicanos no pueden intercambiar en la banca comercial.

Con esta operación se abriría la puerta para desmantelar a todos los organismos autónomos que actualmente sirven de contrapeso a las decisiones unilaterales y, por tanto, antidemocráticas del Poder Ejecutivo mexicano representado en el Presidente de la República.

Importa especialmente el caso del Banco de México (Banxico) como baluarte de credibilidad nacional y en la construcción de confianza en el contexto global, tanto que su modelo sirvió de inspiración para la creación de los organismos de Bretton Woods que permitieron reconstruir los efectos de la Segunda Guerra Mundial, aunque décadas después y por la negligencia gubernamental la sociedad sucumbiría ante ellos.

Las propuestas para cambiar su estructura nuevamente ponen en riesgo al país y representan un retroceso de más de medio siglo.

En las exposiciones de motivos de las dos primeras leyes orgánicas del Banco de México que, con diversas modificaciones, lo tutelaron desde su fundación en 1925 hasta principios de 1941, prevaleció la intención de que el gobierno federal ejerciera las funciones de banquero central a partir de sus intereses políticos y en contra del interés público, al que debía proteger evitando la expansión monetaria y la inflación que impedían el desarrollo económico aunque le garantizaban votos y lo consolidaban en el poder.

Con la expropiación de la banca y el control de cambios en 1982, la naturaleza jurídica del Banxico pasa de ser una sociedad anónima a organismo público descentralizado mediante la reforma al Artículo 28 de la Constitución, con lo que las normas de la política crediticia se le retira a los particulares para quedar en manos y responsabilidad de un cuerpo técnico especializado de conformidad con las directrices de política monetaria y crediticia que anualmente le señale la Secretaría de Hacienda y Crédito Público.

En 1985 se expidió la Ley Orgánica que integra a su Junta de Gobierno con once miembros, de los cuales siete debían ser, ex oficio, funcionarios de la administración pública federal, lo que contravenía el interés de impedir la recurrencia de más crisis económicas porque las decisiones mayoritarias de financiamiento público o impresión de dinero seguían dependiendo del Ejecutivo Federal.

Como resultado del avance democrático, resultante del deplorable manejo gubernamental del país y de los compromisos internacionales (FMI, Banco Mundial, OCDE y TLCAN) en 1993 el Congreso mexicano reformó los artículos 28, 73 y 123 de la Constitución, con lo que el banco central adquiere su autonomía y deja de ser un organismo público descentralizado, bajo el control absoluto del gobierno federal, para convertirse en una nueva entidad de derecho público que ejerce funciones inherentes al Estado y sin estar incluido en la administración pública federal, que forma parte del Poder Ejecutivo.

De esa manera, el Presidente de la República, como líder político del partido en el poder y jefe del Poder Ejecutivo, quedó excluido de las áreas estratégicas correspondientes a la acuñación de moneda y a la emisión de billetes.

Con base en esa autonomía el banco central hoy está obligado a procurar condiciones crediticias y cambiarias favorables a la estabilidad del poder adquisitivo del dinero; hace más claro el régimen que limita el monto del crédito primario; garantiza y amplia las facultades de la institución para regular, mediante disposiciones de carácter general, el crédito y los cambios y constitucionalmente ninguna autoridad puede ordenarle conceder financiamiento o convertirse en una ventanilla oficial de lavado de dinero, como pretende la iniciativa del senador Ricardo Monreal, promovida por el Presidente de la República.

Dar paso a esta reforma constitucional significaría un retroceso legal y democrático de 28 años, pero en términos económicos y de bienestar sería tanto como regresar, en el mejor de los casos, a los años setenta cuando el país no se había globalizado ni existían los compromisos internacionales, que obligan al país incluso constitucionalmente, la economía informal no tenía las dimensiones actuales y la pobreza no agobiaba a más de la mitad de la población mexicana.

Cambiar las normas que garantizan el buen gobierno por ignorancia, terquedad o perversidad política es dinamitar en pleno siglo XXI a las instituciones democráticas de México que tanto esfuerzo han significado para la población, incluido el “pueblo bueno”.