El día de ayer el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, lanzó oficialmente su campaña para la reelección, en un evento político en Orlando, Florida. Recordemos que, a diferencia de México, donde las campañas políticas son financiadas con recursos públicos asignados por la Cámara de Diputados a los partidos, en Estados Unidos son sufragadas por empresas privadas e individuos. Por esta razón, ambos partidos, desde muy temprano momento, inician una desenfrenada lucha por asegurar apoyos a lo largo y ancho del país.
El Partido Republicano
Al día de hoy, a diecisiete meses de la elección presidencial, Donald Trump tiene el viento a su favor. Por un lado, el presidente ha sido capaz de adjudicarse el crecimiento económico y el pleno empleo -tema discutible si consideramos que la economía se recuperaba paulatinamente desde el segundo periodo del presidente Obama- la suscripción del T-MEC le ha granjeado apoyos de la clase trabajadora; el recorte masivo de impuestos ha generado confianza y estabilidad en el corto plazo (subrayo en el corto plazo) y por último, tiene consigo un desfasado colegio electoral que favorece el triunfo de los republicanos mediante un sistema antidemocrático que otorga mayor peso a los votos de los residentes en los estados menos poblados del país.
Adicionalmente, la historia del país favorece a Trump, pues los estadounidenses suelen reelegir a su presidentes, salvo en casos extraordinarios. Los años de 1976 y 1992 son excepcionales. El presidente James Carter sufrió el descrédito político tras la crisis de los rehenes en la embajada de los EEUU en Irán, mientras que George H.W. Bush sucumbió ante el auge del carismático gobernador de Arkansas, Bill Clinton, en medio de un hartazgo general tras doce años de ortodoxia republicana, estancamiento económico y déficit presupuestal, como resultado de las políticas conservadoras de Ronald Reagan durante los últimos años de la Guerra Fría. En suma, los estadounidenses, en ausencia de situaciones extraordinarias, optan por la continuidad.
El Partido Demócrata
Veamos ahora a los opositores. El Partido Demócrata se encuentra en un estado de confusión y de indefinición. Los demócratas progresistas, liderados por brillantes figuras políticas como los senadores Elizabeth Warren y Bernie Sanders -quienes se localizan en el extremo izquierdo del espectro ideológico estadounidense- pugnan por el establecimiento de un cuasi estado de bienestar: un seguro de salud universal o Medicare for all , la gratuidad de la educación superior pública, la progresividad fiscal, el ataque frontal a Wall Street, la condonación de la deuda estudiantil, entre otras propuestas que han provocado reacciones diversas. Si bien han ganado el apoyo de la clase intelectual, han sido blanco fácil de la derecha estadounidense. Sanders, quien perdió la candidatura al Partido Demócrata en 2016, en medio de un escándalo provocado por una supuesta manipulación de votos en las elecciones primarias contra Hillary Clinton, es tildado de comunista y de abanderar el neo-marxismo: el Jeremy Corbyn estadounidense.
Para desgracia de los opositores la situación es aun más compleja. Mientras los demócratas progresistas denuncian a los llamados demócratas corporativos, quienes son, en su opinión, la élite que se ha apartado de las causas sociales que alguna vez abanderó el Partido Demócrata, en favor de los grandes intereses económicos, los demócratas moderados, liderados por el ex senador y ex vicepresidente Joe Biden, no presentan un discurso político que haga mella en la clase blanca trabajadora, frente al discurso populista de Trump. En consecuencia, Biden, quien cuenta con los apoyos de la cúpula partidista y de los superdelegados, debe diseñar una plataforma política que le aleje -al menos públicamente- de los Clinton (pareja emblemática de los demócratas corporativos) reivindique la memoria del gobierno de Obama en ciertos sectores populares, le acerque a los trabajadores blancos de los estados clave con el propósito de neutralizar el mensaje de Trump; pero que conserve, a su vez, el apoyo cupular del partido y consolide el voto de las minorías - y sobre todo- de la comunidad latina.
La larga lucha fratricida entre demócratas progresistas y demócratas corporativos puede revivir la contienda entre Sanders y Clinton. Si bien la ex primera dama se hizo con la candidatura, perdió los estados de la Unión que apoyaron a Sanders en las primarias, a saber, Michigan, Wisconsin y Pennsylvania. La imagen de político voraz que la campaña de Sanders hizo de Hillary Clinton durante las elecciones internas arrojó a un buen número de los simpatizantes de Sanders al bando de Trump en las elecciones generales.
La irrupción de Trump modificó sustancialmente el panorama político del país. El Partido Demócrata, aquél de Franklin D. Roosevelt que permitió la creación de la clase media estadounidense; o el partido de John Kennedy y Lyndon Johnson, quienes lucharon por los derechos civiles y políticos de los afroamericanos, debe reencontrarse con el apoyo de su base natural -la clase trabajadora de todas las razas- y dejar atrás la imagen de partido de élite de las grandes ciudades de las costas. A pesar de contar con el apoyo mayoritario del pueblo estadounidense -recordemos los 3 millones de votos de Hillary Clinton sobre Trump en 2016- los demócratas deberán encontrar la fórmula para neutralizar todos los elementos en su contra.
En suma, resulta aventurado realizar un vaticinio diecisiete meses previos a la elección. Sin embargo, a la luz de la situación económica en Estados Unidos, la división interna del Partido demócrata, las estratagemas políticas del presidente para consolidar la base electoral que le votó en 2016 y la historia reciente del país, Donald Trump, para infortunio de México y del mundo, será presidente hasta 2024.