Las tradiciones políticas pesan más de lo que uno cree. El paso de las décadas y los siglos suele modificar la forma en que se expresan, pero las tradiciones siempre se abren paso y reclaman su lugar. Una de las reglas no escritas de la política mexicana, devenida en arraigada tradición, es que los expresidentes de la República se retiran de la política activa al terminar su cargo. Bien dicen los viejos lobos que el séptimo año es el más difícil para un Presidente mexicano, el más doloroso, porque es cuando debe asumir cabalmente la propia inexistencia.

Pocos Presidentes en los últimos 100 años, han desafiado esa máxima, tal vez solo dos, uno con mucho poder y el otro con mucha legitimidad. Al primero le fue mal, al segundo no le fue mal. El primero fue Plutarco Elías Calles, el segundo fue Lázaro Cárdenas. Ambos quisieron mantenerse activos después de su mandato; desde luego, Plutarco rompió todo límite, pues quería seguir gobernando a través del Presidente formal en turno, mientras que el General solo pretendió mantenerse como una especia de conciencia viva. Fuera de esos casos, hubo intentos de expresidentes por seguir figurando, pero han sido casos realmente tímidos o ridículos que pronto fueron aplacados como Salinas o Fox.

Las razones de esta tradición son muchas. El enorme poder constitucional y metaconstitucional del Presidente, a pesar de los numerosos pesos, contrapesos y acotaciones existentes, es abrumador, le permite imponer decisiones determinantes en materia económica, financiera, de seguridad, sindical, ambiental y muchos otros ámbitos donde la voluntad presidencial marca la suerte de vidas y haciendas. El poder presidencial es tan grande, que necesariamente genera grupos indebidamente favorecidos y grupos agraviados o aplastados, por eso lo mejor para el ex mandatario es desaparecer de la escena política. La duración del mandato, un sexenio, es excesiva, de las más largas del mundo, por esa razón el desgaste del Presidente es inevitable; salvo raras excepciones, el Presidente sale casi huyendo, incluso del país.

Por eso, Felipe Calderón es un problema político. Durante el sexenio de Enrique Peña Nieto hizo ruido, pero no mucho, porque, a decir de muchos, hubo entre ellos un pacto para el borrón y cuenta nueva respecto el baño de sangre de la guerra contra el narcotráfico que desató Calderón. Pero ahora, en el sexenio de Andrés Manuel López Obrador, Calderón está demasiado activo: quiere formar un partido político propio, critica y ataca frecuentemente al gobierno federal en turno, exacerba con su presencia y sus mensajes incesantes el ya de por sí polarizado clima político que vivimos en México.

Tiene mucha información confidencial, privilegiada, de seguridad nacional. Le sabe cosas a grupos económicos, políticos, partidistas, financieros, criminales, sindicales. Por eso, el activismo político abierto del expresidente es ventajoso y riesgoso para la estabilidad del país. Por eso, el protagonismo de Calderón irrita, divide y preocupa. En medio de una profunda crisis como la del Covid-19, es inaceptable.

Ahora bien, la política mexicana tampoco tiene una ruta definida para resolver el problema de un expresidente con ambiciones políticas. El exmandatario que no entiende que su tiempo político se esfumó, se vuelve un riesgo adicional para el arreglo político, enrarece la coyuntura y obliga a distraer la energía política que mucha falta hace para construir acuerdos de alcance nacional.

El caso de Calderón, además, es particularmente explosivo, porque está marcado por el estigma de haber iniciado una guerra temeraria contra la delincuencia organizada que dejó decenas de miles de muertos, atrocidades, violación de derechos humanos, insensibilidad social ante la barbarie, descomposición política. La ola expansiva de la violencia criminal desatada por Calderón no pudo ser resuelta por Peña Nieto y todo indica que a López Obrador no le alcanzará para siquiera disminuir la espiral de violencia demencial. Justo por esa razón, porque muchas de las consecuencias de la guerra de Calderón están vigentes, porque muchos de los actores criminales, policiales, militares y políticos de esa guerra siguen presentes en la escena pública, por todo eso, Calderón debe retirarse de la escena política.

Si a lo anterior sumamos el hecho, telúrico, de que Calderón llegó a la presidencia de la República en medio de graves cuestionamientos a la legalidad y legitimidad de su triunfo electoral en 2006, y que justo el contrincante que se sintió agraviado y despojado de la victoria electoral es el actual Presidente de la República, Andrés Manuel López Obrador, entonces tenemos la tormenta perfecta.

Ante la inexistencia de una ruta política para tratar a expresidentes imprudentes, es lógico que surjan las propuestas más radicales, que van desde el destierro hasta el encarcelamiento, máxime en el clima de un obradorismo gobernante que no olvida el 2006. Por eso, la mejor salida al problema es que Calderón entre en razón, o lo hagan entrar en razón, y pacíficamente se retire de la escena pública.