El dilema de la separación entre la vida privada y la vida pública es tan viejo como la existencia del Estado moderno. Tiene sentido, puesto que lo que dio origen a los estados nacionales, como los conocemos hoy, soberanos, fue la Paz de Westfalia, que desvinculó a los países de la obediencia al emperador y al papa. Eso fue esencial para comenzar a definir los ámbitos de lo privado (entre los cuales se encuentra lo espiritual, por supuesto) y lo público, que empezó a identificarse con lo cívico.

Sin embargo, la distinción nunca ha sido tan clara en la vida real, aunque pueda serlo en lo conceptual. Es célebre el caso de Mirabeaud, líder del Tercer Estado durante la Revolución francesa, cuyos logros fueron puestos en duda y posteriormente negados por unos detractores mojigatos debido a sus excesos personales. Las críticas llegaron al extremo de forzar su exhumación del panteón de los grandes hombres, por la vida privada supuestamente disipada que había llevado.

La sociedad mexicana no ha progresado mucho en ese tema. Es sumamente difícil distinguir cuando una persona está hablando en lo personal, en lo familiar, en lo institucional o en lo nacional (y a veces parece que fuera imposible). Si un borracho (particular) que orina la llama del Soldado Desconocido es mexicano, incidentalmente, la nota es que “mexicano ultraja monumento francés”. Como si fuera un posicionamiento diplomático y no la acción aislada de un imbécil que México ni causó ni patrocinó.

En los últimos tiempos, y a raíz del espionaje de todos contra todos causado por la adicción a las redes sociales, sobresalen los casos de Nicolás Alvarado, quien el sexenio pasado tuvo que renunciar a su cargo en la Universidad Nacional Autónoma de México por haber menospreciado las canciones de Juan Gabriel y a sus escuchas y la disculpa pública que tuvo que pedir a su audiencia Pedro Ferriz de Con por tener una amante. Este último caso es esencial. La vida de cama de un periodista es ahora materia de rendición de cuentas ciudadana, como si se tratara de un rey inglés que debe ser espejo de las familias británicas. Supongo que cuando Pedro Ferriz es infiel, ¿todos nos sentimos traicionados en nuestros sentimientos? No suena muy racional.

Saco a cuenta esos casos, prehistóricos desde el punto de vista mediático, para que el argumento pueda ser más claro y no se pierda en el calor de la discusión de los dos últimos, los de la semana pasada, que alguna relación teórica guardan con los expuestos: el incidente de Ximena García, piloto de Interjet, y la renuncia de Pedro Salmerón al Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México. Ambos se vieron envueltos en polémicas por comentarios hechos o registrados en su ámbito de opinión privada, por redes sociales y medios de comunicación que los equipararon, de facto, como posicionamientos institucionales. Los mensajes se transformaron en una aerolínea que amenazó con tirar una bomba (una estupidez que nadie podría tomar en serio) y el Gobierno Federal, hizo apología del asesinato de un empresario, incitando a “futuras violencias”.

Poco importa el tratamiento que se le dé a los casos en comento. Ni la línea aérea es Ministerio Público como para perseguir delitos ni la gente común y corriente sabe lo que es el INEHRM y, para el caso, quién es el señor Salmerón. Estos tampoco son los mejores momentos para salir a la defensa de las virtudes de quien protagonizó sendos escándalos. No hay nada por ganar. Seguramente las noticias se perderán en el mar cotidiano de ruido que son los medios de comunicación.

Más importante es plantearse la pregunta de la responsabilidad que tienen los individuos, si alguna, en sus espacios fuera del trabajo, por la posibilidad real que tienen sus comentarios de dañar la reputación e imagen de una empresa o institución gubernamental y que puede tener consecuencias económicas significativas. En estricto sentido, se causa un daño moral cuantificable a las instituciones por andar de ocurrente en redes. Las empresas y las dependencias públicas deben revisar sus códigos de conducta y añadir protocolos de uso de redes sociales, que se hagan del conocimiento de todos los trabajadores que ingresan, para que no haya duda de la cautela que deben tener para compartir opiniones en público.

Esto no implica que no haya libertad de expresión, sino que las personas aceptan que cuando entran a formar parte de una empresa, mantener la buena reputación es tarea de todos. Si no quieren, que no entren. No es tan difícil. Este tema da para mucho.