Durante muchos años, tanto en la iniciativa privada como en las instituciones gubernamentales, se equiparó ética con legalidad. Si cumplías con la ley, asumías que tu comportamiento también era ético. La confusión es comprensible, pues el ideal de las normas jurídicas es que todas ellas tengan un sustrato ético, es decir,que tengan un valor intrínseco, que el destinatario conciba como justo, independientemente de que sean promulgadas por el poder político. En suma, ojalá que el derecho fuera justo siempre, en todas las épocas y en todos los lugares, y ojalá que cubriera todos los comportamientos dirigidos a actuar correctamente; pero ni una ni otra cosa han ocurrido a lo largo de la historia.

La ética se compone de principios que informan (o deben informar) todas las reglas de conducta humana, pero no puede quedar subsumida en ningún ordenamiento jurídico o social; de hecho, la ética individual es un sistema a la luz del cual valoramos las otras reglas que nos son impuestas, y es lo que nos da nuestra capacidad crítica para discernir lo justo de lo injusto; es ella la que nos permite repudiar el derecho antisemita del nazismo, o el del apartheid contra la comunidad negra en Sudáfrica, ambos ejemplos de que lo legal puede estar completamente disociado de lo ético. 

En el mundo económico, la estricta legalidad tampoco ha sido suficiente para prevenir casos como la gran depresión de 1929, o la crisis inmobiliaria del 2008, ambas producto de una serie de conductas grises,  poco éticas pero sin caer en la ilegalidad manifiesta. La ética trasciende a la legalidad, y en un mundo dinámico, debe ser la brújula permanente de la acción pública y privada. 

Por eso, es loable que la ética, como disciplina independiente, haya vuelto al debate público. Los códigos de conducta permiten mayor exigencia a quienes tienen la responsabilidad de decidir sobre la esfera de bienestar de otras personas. En el caso de las autoridades, sobre el uso eficiente de los recursos públicos que les son encomendados; en el caso de los particulares, su responsabilidad  hacia los accionistas, clientes, y al público en general. Es la materialización de la responsabilidad social de las empresas.

A diferencia de un diseño legalista tradicional, los instrumentos éticos no pueden depender de la coerción para ser cumplidos; es un tema de convicción y de cultura. En ese sentido, la sociedad entera es destinataria pero también ejecutora. Se necesita de todos. Por si fuera poco, los principales socios comerciales de México le están exigiendo a las empresas mexicanas contar con protocolos y códigos de conducta cada vez más ambiciosos y acordes con parámetros internacionales.

- El día de hoy, estamos en posibilidad de generar políticas públicas incluyentes en sus fases de diseño, instrumentación y evaluación; la comunicación entre los actores gubernamentales y privados es inmediata y permanente; eso posibilita que los códigos de conducta y el seguimiento a sus objetivos puedan ser monitoreados también de forma permanente, además de poder contar con mecanismos de denuncia y protección verdaderamente eficaces. 

Más que nunca vale la pena hacer un exhorto a todos los tomadores de decisiones para que desde sus organizaciones contribuyan a la revolución cultural que implica trascender la estricta legalidad, siempre menos dinámica que la sociedad y la economía, y por ende propensa a quedarse rezagada. La ética, en cambio, tiene una capacidad de adaptación situacional que permite ponderar conductas y sistemas de forma tan dinámica como sea necesaria, porque nuestro sentido del bien y de la justicia, nunca será letra muerta.