El regreso a la normalidad después de una situación de desastre es siempre un tema controvertido. Esto porque unos pugnan porque el volver a las actividades habituales siempre ayudará a que mejore el ánimo social, a que se reactive la economía y que disminuya el miedo generalizado. Otros critican ese exhorto, ya que una emergencia tiene diversas fases que requieren a su vez distintos esfuerzos y el decir que ya pasó el peligro tiende a hacer invisibles las necesidades todavía presentes días o semanas después.

Pero no me interesa polemizar en la normalización como tema, sino evocar ciertas situaciones que se dan en ese estado de cosas.

Ya dije una vez que en el terremoto de 1985 yo tenía cinco años y que lo recuerdo perfectamente -el original del jueves en la mañana y la réplica del viernes en la noche-. Poca gente menor a mí me creía. Ahora ya me dan el beneficio de la duda. Dudo que a los niños de 5 años en 2017 ya se les habrá olvidado este terrible evento en 2047.

Lo que tampoco se me olvida fue el paulatino regreso a la normalidad. Ya he comentado aquí que a nivel familiar, eso no sucedió hasta como dos meses después, ya que vivimos en hacinamiento voluntario en un mismo departamento como 12 personas porque existía temor fundado de irnos a los nuestros, que estaban varios niveles arriba.

Pero a nivel social, recuerdo cosas cuya peculiaridad no me llamaría la atención hasta la adultez. Por ejemplo, recuerdo que hubo escombros y campamentos de damnificados hasta los años noventa. Pasaba uno por ciertas zonas y había un polvorín a medio derrumbar por aquí, un campamento de lámina por allá y una micro unidad habitacional en perpetua obra gris acullá. Todo ya normalizado. Para que me entiendan los millennials, la normalización mórbida se dio a  tal grado, que en la actualidad sería como si sus navegadores por geo-localización, dijeran: “en 300 metros, dé vuelta a la derecha en la pila de cascajo hacia el callejón sin nombre que en 1985 no existía”. Y todos dieron la vuelta muy obedientes ahí durante 5 o 6 años hasta que ese callejón tuvo nombre y  asfalto; hasta que lo adoptó la ciudad.

Estoy seguro que eso no sucederá esta vez, simplemente porque no nos lo podemos permitir, sea o no equivalente el grado de destrucción de los dos terremotos. Ningún desastre puede ni debe ser comprado entre sí más que para efectos de prevención.

Pero otras cuestiones tienen que ver con el comportamiento activo de los que viven el desastre. Esta vez oí decir que el sismo sacó lo mejor y lo peor de la gente. Eso no lo sé, pero lo que sí sé es que en efecto, estábamos en un estado anormal. El problema viene cuando muchos vuelven a ser el “yo” de siempre.

Recuerdo que al haber daños en los edificios de los Juzgados Civiles de Niños Héroes, éstos tuvieron que ser reubicados, algunos de ellos, en Polanco. Ya relaté también que mi madre era tan poco orientada, que varias veces tuvo que sacarme de la escuela para que yo la guiara hacia los juzgados provisionales, porque se pierde fácilmente. Polanco y ella  han sido enemigos hasta la fecha. Y en efecto, en esa normalización de las consecuencias del desastre, mi madre se ayudaba de la pila de cascajo o del terreno baldío tal o cual para ubicarse. Pero cuando estos eran removidos o algo cambiaba, ahí tenía que ir por mí a la escuela y usarme de navegante porque esas herramientas de geolocalización que refería obviamente todavía no se le ocurrirían a nadie.

Bueno, pues en los daños y los esfuerzos de reubicación obviamente muchos expedientes judiciales se perdieron. En principio se pensaba que había sido una pérdida pareja, pero después se empezó a ver que ese divorcio voluntario de una pareja sin hijos y sin bienes que tan rápido se resolvió, siempre estuvo bien ubicado, en “su letra”, como decimos en el foro. Pero el ejecutivo mercantil aquél, de cientos de millones de pesos -recuerden que nuestra moneda tenía tres ceros más- casualmente se perdió quién sabe cómo. Pero no solo el expediente, sino el pagaré mismo que estaba en el seguro del juzgado, y que como saben, trae incorporado el derecho. Así que si no hay pagaré no hay deuda y por tanto no hay juicio.

Para eso, desde hace mucho tiempo, los procesalistas inventaron el llamado “incidente de reposición de autos”, que en términos llanos consiste en que las partes le enseñen al juez otra vez los originales de los documentos que exhibieron inicialmente en copia y se cotejaron. O en casos como el del pagaré, que se exhiban copias del pagaré que se acompañó a la demanda. Obviamente ese incidente, a diferencia de la mayoría de nuestras figuras procesales, depende en gran medida de la buena fe y la honestidad de las partes.

Pero como esas cosas tardan, todo esto se dio en la etapa de la “vuelta a la normalidad”, en la que la solidaridad inicial ya se había desvanecido, así que obviamente, si el desafortunado actor no tenía una copia qué exhibir al juzgado de su pagaré, pues el demandado al ser requerido en el incidente simplemente decía “¿Qué pagaré? Es más, ¿qué juicio? Si yo a ese señor ni lo conozco”. Y en casos que en sí había ciertos documentos para respaldar la existencia, pues exhibían una “copia” con uno o dos ceritos de menos…en fin.

Y como con la normalización viene también la generalización, pues todo se le achacaba al temblor. No estaba el expediente: pues es que el temblor. No había notificado el actuario: pues es que el temblor. No se ha dictado sentencia: “Uy lic., es que con lo del temblor”. No importa que todos estos reclamos se dieran en 1988.

Además todos sabemos que un terremoto es un evento devastador pero, como se dijo hasta el cansancio, es un evento que “no distingue”. Pero por alguna razón ya entrados los 90s -lo sé no por mi práctica, obviamente, sino porque acompañaba habitualmente a mi mamá y entendería el fenómeno ya cuando era litigante- se seguían sintiendo los efectos de la curiosa precisión milimétrica con la que esos terremotos azotaron a la justicia local. Su inexorable energía destructiva arrancó sentencias condenatorias, mandamientos de ejecución, actas de declaración de herederos, resoluciones de declaración de prelación de deudores en quiebras, etc., dejando extrañamente intactas otras partes de los expedientes. Pero quién es uno para juzgar los misterios de la naturaleza.

Y hablando de la naturaleza, así como dicen que tarde o temprano el mar arroja todo lo que se traga, un buen día del verano del 2015, es decir, 30 años después del trágico evento, sucedió otro de esos sucesos inexplicables que también he referido antes: el misterioso caso de la aparición de bienes.

El suceso resulta misterioso, porque en la administración pública, en el 99% de los casos los bienes se pierden, pero casi nunca aparecen.

Pero en esa suerte peculiar que ha caracterizado mi andar por la administración pública, un buen día  -llevaba días en el encargo, que era mi primero público-, hubo un incidente relacionado con el archivo de la Dirección, que como todos los archivos del gobierno mexicano, acabó siendo una covacha de almacenamiento  de otras cosas. Ese fenómeno, sin embargo, es muy conocido por las áreas de recursos materiales correspondientes, así que era anualmente revisado para efectos de inventario en forma ordinaria, y otras veces más en forma extraordinaria, según consta en actas y en la memoria institucional colectiva -es decir, según cuenta la leyenda-.

Pues no sé qué diablos pasó en por lo menos 29 revisiones anteriores, pero en la 30, la que tenía que tocarme a mí, casi recién sentado en la silla desvencijada que distinguía mi posición como “mando”, llegó una de mis jefas de departamento:

-Licenciado, están aquí los de “materiales” de Oficialía Mayor.

-OK, ¿por?

-Es que hubo un “tema” con el inventario.

Maldita sea mi suerte -pensé para mis adentros-. Precisamente cuando voy llegando, resulta que alguien ya se chingó algo. No imagino qué, porque todo está como para que el de la bocina de “se-com-pran-col-cho-nes…” me miente la madre por pretender venderle cualquiera de las cosas que tenemos aquí, pero en fin.

-¿Y cuál fue el tema?

-Que aparecieron dos bienes

-¡Ah chinga! -dije para mis “afueras”-. ¿Y eso es común?

-No, por eso piden hablar con el Director.

El caso es que pasaron y me explicaron que el archivo había arrojado nuevamente al servicio de la Ciudad de México, una mesita y una máquina de escribir Remington descompuesta que no correspondían a esta área, ni al Instituto mismo. Instituto que se encargaba de dar clases a jueces, entre otras cosas, y que estaba en un edificio distinto a donde han estado y están los juzgados de primera instancia a unos kilómetros de distancia. Y esos dos valiosos activos estaban inventariados originalmente en un juzgado civil de los que habían sufrido daño en el 85.

-¿Qué hacemos, lic?

-No, pues usted dígame, usted es el que sabe.

-Es que no hay procedimiento para aparición de bienes.

-¿Y entonces?

-Pues habría que darlos de alta, para luego darlos de baja porque no sirven.

-Bueno, pues que se haga.

-El problema es que toda alta tiene que estar vinculada a una licitación pública, y pues esta licitación que fue seguramente de hace como 40 años, si se hizo, pues quien sabe dónde está.

-Mta, ¿y luego?

-Pues tendríamos que levantar un acta de robo ante el MP.

-Oiga, yo sé que usted es el experto, pero en todos los robos que yo conozco y he denunciado, lo que precisamente hace falta es el bien robado y a veces,  el caco que se lo llevó. En este caso no hay caco, pero sí hay mesita y Remington. Le digo eso al MP y va a decir que el Director de la “escuela de jueces” anda diciendo que el robo es ese fenómeno en que aparecen cosas de la nada. Y entonces: el oso institucional.

-No, pus sí.

¿Cómo se arregló el asunto? Pues dejando las cosas donde estaban, esperando a que por algún evento, que espero sea de rutina y no a consecuencia de algo trágico, los vuelva a sacar a la luz.

Así que como verán, la forma en cómo se comporta uno después de la emergencia importa, e importa mucho, teniendo consecuencias hasta décadas después del suceso. Las que les cuento son nimias y anecdóticas, pero seguramente muchas serán indeseadas, graves y tal vez hasta perseguidas penalmente. Así que, lo exhorto a que, siguiendo usted en estado de alerta o ya en su vida normal, por favor, siga comportándose como la persona decente que es, aunque tenga que decirle adiós a la persona ejemplar en que se convirtió por unos días. Y si usted es indecente, pues tiene una gran oportunidad para cambiar, o por lo menos, para que su indecencia permanezca en hibernación hasta que esta Ciudad esté igual o mejor que el 18 de septiembre de 2017; lo que sinceramente espero suceda pronto.

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