30 de abril de 2024 | 12:17 p.m.
Opinión de Grehe Rafael Velázquez Novelo

    Provocación gratuita. Bolas azules

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    -Velázquez Novelo, Gret, Grej, Gr…, Rafael, ¡bola azul!

    -¡No me chinguen!

    Pero sí me chingaron.

    Sucede que el Servicio Militar Nacional, de acuerdo a su Ley y normativa secundaria contempla al sorteo como método de elección para los conscriptos que deberán recibir instrucción militar con la finalidad de “preservar la independencia, soberanía y seguridad de la nación”.

    Ese es el famoso evento para que uno empieza a hacer sus trámites antes de cumplir los 18 años con el fin de obtener una cartilla militar debidamente liberada, que es un documento oficial que dirían que no sirve de mucho desde que tal documento con su hoja de liberación dejaron de ser requisito indispensable para obtener un pasaporte, una vez llegados los varones a la mayoría de edad. En mi época, ese requisito se había eliminado muy recientemente, así que teníamos todavía esa duda angustiosa por la que suele pasar todo mexicano que hará un trámite, sobre si los antiguos y sacramentales requisitos de los que se anuncia con bombo y platillo su exención o eliminación por inútiles, seguirán o no siendo una costumbre inveterada para los oficiales de las ventanillas.

    Así que, por miedo, como casi toda mi generación, empecé mi trámite muy a tiempo, y a reserva de lo que les contaré sobre el servicio prestado, les advierto a todos los varones millennials -si es que alguno lee esto de casualidad- que si quieren trabajar algún día en el sector público, es necesario contar con la cartilla liberada, lo que a la larga puede resultar fundamental para viajar al extranjero, ya que sin cartilla, no hay sueldos provenientes del erario, y sin dinero, no llega uno más allá de Tres Marías, aunque saque un pasaporte por 10 años.

    En fin, el caso es que allá por 1997 empecé mi proceso. Comencé a informarme con toda oportunidad, porque se rumoraba que si eras de los primeros, jamás te tocaría marchar. Como si el azar propio de la insaculación premiara la previsión. Pero los mitos burocráticos son difíciles de destruir y si deben ser cuestionados, generalmente uno espera que el rebelde sea otro. Así que yo fui de los primeros en obtener la “pre-cartilla” que es la cartilla como tal, pero sin la famosa hoja amarilla de liberación.

    Y aquí hay que hacer una anotación importante que espero que ya haya sido motivo de algún ensayo sociológico: la relación entre la cromática y los trámites burocráticos en el imaginario colectivo mexicano. Ahogados entre las mareas de los documentos en blanco y negro que traen nuestras vidas a la deriva, al garete o al pairo -expresiones cuya diferencia aprendería precisamente en mi instrucción naval- los documentos de colores parecieran ser los anhelados salvavidas o incluso la isla desierta cuya oportunidad para pisar sus playas solo llega una vez en la vida, solo para no ahogarse, descansar un poco y volverse a ver abandonado a las aguas de la burocracia de nuevo. Así, uno pasa de la hoja amarilla de la cartilla, a la hoja rosa del IMSS, al folder verde de su propuesta de plaza, a la ficha roja de aprobación de su nombramiento…

    Y a mí la cromática me jugó chueco.

    El sorteo es famoso por sus bolas blancas y negras, que son las que determinan si marcharás o no, y de lo cual depende obtener la famosa hoja amarilla de liberación con o sin esfuerzo de por medio. Por eso cuando escuché mi nombre asociado a una bola de otro color, sabía que no podía ser algo bueno.

    Yo desconocía, aun con mi investigación, que la Armada de México también participa en el servicio militar e integra a sus filas de conscriptos a jóvenes que no vivan en un puerto. Y la bola que se asigna a los conscriptos que recibirán instrucción militar en su vertiente naval, es azul, color con el que siempre se ha asociado a las marinas de guerra. Entonces, ya la cosa no cuadra: ¿por qué las bolas no son blancas -color asociado con la paz y que debería significar el no prestar servicio-, verdes o azules, dependiendo en qué rama de las fuerzas armadas acabaremos los que tenemos mala suerte en los sorteos, en vez de una bola negra para exentarte de la instrucción, una blanca para integrarte al Ejército y Fuerza Aérea y mi entonces desconocida bola azul para la Armada? Misterio.

     Como misterio es el por qué las hojas de liberación no siguen esos mismos patrones en vez de ser en su mayoría amarillas, o en mi caso, blanca, y que en más de una ocasión me ha hecho tener que explicar en una ventanilla que mi cartilla sí está liberada, pero que como dice ahí, en unas letras muy claras adornadas con unas anclitas, pero que nadie se toma la molestia de leer porque no es el color esperado, que serví como Conscripto Marinero en la Tercera Compañía del Tercer Batallón del Primer Regimiento de Infantería de Marina, con sede, sí, en la Ciudad de México, donde no navegan más que las trajineras.

     Resulta además que la geografía y el domicilio sí importa en el criterio, pero no como yo pensaba: vivir o no en la costa, sino por vivir o no en una de las Delegaciones del sur de la Ciudad de México. Así que si vives de la Benito Juárez hacia el norte, como gran parte de la población de esta ciudad, es probable que jamás sepas de las bolas azules. Pero si vives en Coyoacán, Tlalpan, Tláhuac y Xochimilco, es muy probable que acabes enlistado en la Marina, simplemente porque la instrucción se imparte en Cuemanco.

    ¿Por qué recordé mi instrucción naval? Porque la recuerdo todo el tiempo por una u otra cosa, pero esta vez porque al ver la extraordinaria “Dunkerque” de Nolan, puse otro tache en mis notas mentales sobre lo aprendido en el servicio y que generalmente ha sido superado por el paso del tiempo o por la cruda realidad, aun cuando parte de la instrucción que recibí era perfectamente aplicable si a uno lo estuvieran entrando para la Segunda Guerra Mundial. Si bien yo se manejar, en teoría, un fusil mosquetón calibre .762 -mismas balas que dispara un AK-47- en tiro de medio y largo alcance, así como en combate cuerpo a cuerpo con bayoneta, esas armas dejaron de usarse desde esa guerra o antes -los nuestros eran de fabricación mexicana de 1936-. Ese es un caso de obsolescencia por el simple paso del tiempo. Pero un caso diferente son las maniobras de resguardo ante fuego de mortero y bombardeos -ya sea en tierra o en un buque de guerra-, que me costaron varias costras en codos y rodillas al ser practicadas una y otra vez, tirándome de un salto felino al pavimento candente del estacionamiento de la Pista Olímpica de Canotaje Virgilio Uribe- y que como lo sospechaba en esa ocasión y ahora confirmo de manera visual-, no sirven para un carajo. En tal caso, me hubiera sido más útil practicar lucha libre.

    Así que a la fecha me sigo preguntando para qué diablos enseñan ciertas cosas como andarse aventando como lagarto espantado sobre el asfalto o a pelear a bayonetazos, cuando muy bien pudieron enseñarme a nadar, por ejemplo, que como se ve en la misma película, seas soldado de mar o de tierra, o no seas nada en absoluto, realmente puede salvarte la vida y salvar la de los demás. De hecho, me hubiera servido mucho cuando, en un suceso del que no me siento nada orgulloso y que aconteció precisamente unos días antes de mi jura de bandera en la Plaza de la Constitución a la conclusión del servicio, pudo haber acabado con mi vida por un ahogamiento. Y lo peor de todo no es eso, sino que si hubiera perdido la vida ahí, por como sucedieron las cosas, por lo menos las que la gente atestiguó, la versión hubiera sido que me había suicidado por amor, como Alfonsina Storni entregándose al mar -qué vergüenza-; versión que por supuesto no era cierta, y que dado mi desprecio hacia las acciones cursis, pero en especial a las cursis y estúpidas que terminan en la muerte, jamás me hubiera dejado descansar en paz.

    Y pasé por todo eso, porque no había opción, ya que a diferencia del Ejército, la Armada no tenía celebrados convenios de colaboración con la SEP, el INEA o la CONADE, así que no había forma de escaparse de marchar en el sentido estricto de la palabra. Uno no podía enseñar a leer o dar clases de ningún tipo -que dada mi entonces constitución de alfeñique y mi perenne falta de energía y fuerza corporal eran lo más indicado para mí-, ni ser instructor deportivo, ni nada útil para la sociedad, salvo recoger la basura después de las regatas. En cambio, ahí estábamos todos los sábados puro adolescente mal nutrido en su mayoría -por exceso, por defecto o por desbalance dietético- corriendo 10 km con un pedazo de fierro y madera que con bayoneta calada pesa casi 5 kilos. Eso era solo el calentamiento para después marchar y marchar detrás de una banda de guerra y si había suerte, una de música, en círculos por el mencionado estacionamiento, con unas botas que cocinaban los pies y con el riesgo de ser descalabrado por el idiota de al lado que generalmente venía crudo y al momento de cambiar de hombro el fusil, le temblaba en los brazos o caía como peso muerto con todo y él, cuando se desmayaba por la deshidratación por la juerga de la noche anterior, la asoleada y el esfuerzo de 7:00 AM a 1:00 PM.  Aclaro que no había riesgo de cortadas porque las bayonetas siempre iban enfundadas y prácticamente ya eran un mismo mazacote la hoja y la funda, supongo que por asolearse seis horas cada semana, por décadas. Cuando logramos desenfundar una, vimos que no tenían ya punta ni filo y que el riesgo de morir a causa de ellas era mucho mayor por tétanos por un rasguño que por una herida mortal.

    Todo para que a la mera hora todo el batallón resultara tan incompetente para la disciplina marcial, que fuimos la primera clase en toda la historia de la Armada que no mandó conscriptos a marchar en el desfile militar del 16 de septiembre, porque en realidad parecíamos una rutina multitudinaria mezcla de Chespirito con los Polivoces. Era un espectáculo indigno e irrespetuoso para la tradición castrense mexicana, desde Cuitláhuac hasta el Escuadrón 201. Por eso, hasta acepté con gusto el castigo: nos arrestaron todo ese puente patrio, con justa razón. La clase 1980 llevará esa mácula para siempre.

    El caso es que así pasé meses: haciendo cosas que no me salvarían la vida ni siquiera en la época en que esas maniobras fueron concebidas. Bueno, salvo aquel consejo de jamás sentarse directamente en el asfalto durante el día, sino solo encuclillarse y apoyarse en el fusil como bastón, supuestamente para nunca soltar el arma y siempre estar listos para repeler un ataque o entrar en combate, pero en realidad era para que no se nos inflamaran las hemorroides por sentarnos en el piso caliente. La Armada no tiene presupuesto para andar pagando proctólogos; por lo menos no para sus conscriptos.

    Y bueno, como dije, me chingaron en muchas formas: me hicieron un corte de pelo tan grotesco y lastimoso de mi piel cabelluda  que estoy seguro fue lo que detonó mi alopecia andro genética aunque no pueda probarlo; viví con ampollas en pies y manos casi un año -los fusiles astillaban-; me lastimé el hombro cuando el tercer maestre simulaba el retroceso del mosquetón cuando hacíamos como que disparábamos -porque obviamente los fusiles no servían y tampoco había instalaciones adecuadas ni dinero para balas como para practicar tiro real- empujándote el arma desde el cañón y que la primera vez que lo hacía -a mi parecer, con dolo- generalmente te golpeaba la mandíbula. Y en fin, otras formas de sufrimiento corporal normales para un sedentario no acostumbrado para la vida en exteriores. Sufrimiento del que, aunque me quejo de todo -en especial del dolor físico- juro que no me quejaría, si en efecto, después de tanto entrenamiento, sirviera para algo y pudiera realmente hacer algo que una persona sin instrucción no pueda. En cambio, le resulta más útil a este país en el caso de una invasión, un ciudadano de un barrio bravo del centro y norte de la ciudad, que seguro no marchó – se dice que en esas zonas salen más bolas negras que blancas porque no hay tantas explanadas donde se pueda recibir la instrucción militar- pero que estoy seguro que es mejor en combate cuerpo a cuerpo que todo mi batallón; algunos seguro más avezados en el uso de armamento moderno y letal que nosotros, y todo, sin que el contribuyente haya pagado un centavo por esa educación callejera de combate.

    Sin embargo, no me arrepiento de esa bola azul, porque esa instrucción, aunque inútil en términos prácticos, me enseñó que para saber mandar, hay que saber obedecer, que la disciplina, de la que carezco casi en su totalidad, genera beneficios personales y sociales, y que los hombres y mujeres que hacen de la carrera de las armas su forma de vida, seguro se la pasan mucho mucho peor que lo que yo pasé unos meses, pero que lo hacen convencidos de que ante una eventualidad bélica, ellos y solo ellos -y no todos los que ya pasamos a la reserva o a la no regulada Guardia Nacional- serían los que repelerían la agresión a base de valor y confianza en su entrenamiento. Y sí, a pesar de todo lo que se dice sobre aquellos malos elementos que en algún momento hasta a mí me tocó recomendar que se consignaran ante la autoridad judicial por acciones indignas, la mayoría  hace su trabajo convencido de que es por usted y por su bienestar, y muchos de ellos han muerto o recibido disparos, esquirlas o fuego de mortero o de armas más sofisticadas -para las que, insisto, las maniobras de evasión son inútiles-, para que aquellos que no jamás recibieron instrucción o los que sí la recibimos y cuyo acto más heroico como conscriptos fue “hacer valla” en la Maratón de la Ciudad de México, podamos dormir tranquilos.