Me quejaba el fin de semana sobre la falta de festejos conmemorando la fundación de la Ciudad de México, que cumplió 496 años este 13 de agosto, día de San Hipólito, santo patrono de la ciudad.

Esto por supuesto tiene una razón histórica y cultural a la que no me meteré porque no soy un especialista en tales disciplinas, pero que tiene que ver con que la fundación de la Ciudad de México implicó a la vez la caída de México-Tenochititlan, al vencer las tropas aliadas de conquistadores y tlaxcaltecas a las mexicas y capturando a Cuahtémoc. Ese hecho ha generado conflicto de identidad local en varias épocas, particularmente en aquellas en que el péndulo se ha movido hacia la reivindicación del pasado prehispánico y la negación de la herencia cultural europea, no obstante fue la colonia la que hizo ser a México…México.

Pero como decía, eso pueden estudiarlo desde una perspectiva histórica, sociológica y antropológica. En mi caso viene a cuento porque además de que creo que la falta de festejos fundacionales sí impacta negativamente en nuestra identidad local, me parece aun más desoladora la poca fiesta que se le hace al pobre santo patrono, al que la gente desplazó del imaginario y hasta a un rincón de su templo.

¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? Pues para efectos de lo que quiero relatar, simplemente que por costumbre y luego por legislación de la Corona española, se le asignaba a la ciudad el santo patrono del día de su fundación, ya sea porque el acto fundacional se había dado el día del santo, o porque se le atribuía una intervención directa o indirecta en el hecho fundacional -que no es lo mismo-. En nuestro caso, se dio más bien por la primera hipótesis, ya que San Hipólito no suele relacionarse con los actos propios de ese evento militar, ni tampoco se le atribuye intervención alguna. Todo el crédito va para los conquistadores, los tlaxcaltecas y la viruela.

Y es que la verdad, si uno le rasca un poco a su historia, entiende por qué San Hipólito ha sido tan gris y poco popular. Su vida es aburridísima en relación con lo que le suele atraer a la gente respecto de las habilidades que suelen atribuírsele a los santos en su interacción en la vida de los seculares o en su intervención con la divinidad.

Hipólito de Roma, si bien no es tan importante como los Doctores de la Iglesia, que sentaron las bases de la doctrina cristiana y que continuarían en su vertiente católica, sí tuvo una contribución teológica importante. Pero solo eso. A los teólogos puede resultarles esencial, pero al creyente muy poco atractivo y al no creyente, menos. En realidad, lo único que hizo que no fue labor erudita, fue atestiguar el martirio de un santo de un mito mucho más divertido de escuchar, que fue San Lorenzo, y de ahí convencerse de bautizarse. Y se entiende su inspiración aun por los que somos ateos: le tocó ver que a Lorenzo ser asado a la parrilla por los romanos. Pero más interesante aun, le tocó escucharle decirles a sus torturadores, en pleno martirio, pedir que lo voltearan, porque seguía crudo de un ladito y no estaba dorándose parejo.

Seguro si la batalla decisiva de la conquista se hubiera ganado tres días antes, el 10 de agosto, y  nuestro patrono fuera San Lorenzo -ese es su día-, tendría más devotos y hasta alguna relación se le haría con el martirio de fuego que sufrió Cuauhtémoc, y entonces ya hubiéramos generado alguna de esas historias sincréticas tan mexicanas que implicarían bacanales pirómanas, grandes asados y quema de muchos recursos públicos, que es muy común en otras ciudades que se destinen a las fiestas fundacionales.

Pero el pobre Hipólito lo único que hizo fue estudiar, predicar y escribir, y eso ha demostrado no ganar muchas simpatías.

Pero pasa lo contrario con nuestro santo patrono “de facto”, el mundialmente famoso San Judas Tadeo. Único santo que yo recuerde, al que a sus devotos no les basta su mero día de celebración, el 28 de octubre, sino que lo festejan y veneran los días 28 de cada mes. Estos actos de devoción suceden precisamente en el Templo de San Hipólito, que se construyó ahí -en Hidalgo y Reforma- por ser un punto donde se había dado una derrota española como parte de los sucesos de la Noche Triste que culminaron un poco más al norte, allá por Popotla, pero que al año siguiente, en la revancha, sería uno de los lugares decisivos para la victoria militar conquistadora.

Pero si ustedes ubican el Templo de San Hipólito, seguramente es porque han ido a una fiesta de graduación, boda o equivalente, en específico al inmueble cuyo patio es el lugar del bailongo, y han leído en la invitación que así se llama el sitio. Si se llamara, la “gran casona de la Alameda” o “Salón de Fiestas de ahí por el SAT”, seguro nadie lo relacionaría con Hipólito.

Pero pregunte usted por la no oficial “Iglesia de San Juditas” y le aseguro que dos de cada tres capitalinos no solo le dirían cómo llegar, sino tal vez se le unan y lo acompañen para pedirle algo a ese santo de las “causas imposibles”.

Esto de las causas imposibles como situaciones en las que puede interceder Judas Tadeo habría que rastrear con detenimiento de dónde viene. Pero una simple referencia hagiográfica muy inmediata, lo ubica, junto a su hermano Simón, haciendo toda suerte de milagros y peripecias en vida, desde ser uno de los apóstoles a quienes en Pentecostés se les confió, según a tradición católica, la prédica de la doctrina, hasta andar encantando serpientes en la India. Un verdadero dúo dinámico del cristianismo.

En la hagiografía -estudio de la vida de los santos- y en su iconografía, se le llaman “atributos” aquellos elementos visuales con los que se le representa a un santo y se le identifica en sus imágenes en el arte sacro y en popular. Esos atributos tienen que ver directamente con sus milagros, su martirio o su obra. Por eso al famoso Lorenzo siempre lo representan los grandes maestros del arte, precisamente, con una parrilla. Como si fuera el patrono del “grill”. En cambio, a Judas Tadeo se le relaciona con tantas cosas, que lo que se les ocurrió quienes lo pintaron, fue ponerlo con un libro, que es un atributo general de los que predicaron la doctrina, y su lengua de fuego sobre la cabeza, que indica que fue de aquellos participantes del Pentecostés, y que representa la facultad que les fue obsequiada y confiada por la divinidad para difundir el dogma “en todas las lenguas” a través de la palabra. Y así mejor dejaron que creciera su mito.

Y creció. Y nada mejor que un santo de causas imposibles para una ciudad que era imposible desde que nació, como Tenochtitlan. Era imposible porque, independientemente de su propio mito fundacional del águila y la serpiente, en realidad fue, en términos llanos, un acto de terquedad  y gandallez; ambos, fenómenos “muy de acá”, por cierto. Terquedad, porque después de venir viajando de Aztlán, los tenochcas se empecinaron en vivir en este valle, que dicen que era precioso, pero que bien pudieron dejar atrás porque estaba ya ocupado, seguir caminando e irse a otro, como los del actual Morelos, por ejemplo. Pero quisieron quedarse aquí, y los pueblos gandallas de la cuenca del lago gigantesco que ya casi desapareció, no les quisieron dar chance y los mandaron a un islote en medio de él, que era muy chiquito, no tenía comunicación física con la orilla y además de todo, quedaba en medio de un cuerpo de agua salado. O sea, los mandaron básicamente a morirse. Por eso el mito fundacional se justifica. O le daban un carácter de profecía sagrada o la gente se regresaba a Aztlán o se largaba a donde fuera.

Pero como la gandallez se paga con gandallez, cuando se adaptaron gracias a su necedad, lo primero que hicieron los aztecas, fue, obviamente, conquistar a todos los que no les dieron posada, y aplicarles mano de hierro. Lo que a la larga generaría expansión y por supuesto, resentimiento de los oprimidos, que a su vez daría lugar a la alianza que llevaría a la ciudad a su fin como se le conocía, en pleno esplendor, 200 años después.

Y bueno, pues contra un mito fundacional tan atractivo por haber culminado en una historia de éxito, un patrono tan aburrido estaba destinado a la impopularidad y a su derrocamiento por algo igual de poderoso. Y ese fue el mito de San Judas.

Yo me topé con las manifestaciones de fe para con él, una vez que mi tía me llevó de niño a la famosa iglesia, un mero 28 de octubre. No se me olvida a la fecha. Ya en la segunda parte de este texto entenderá usted mejor mi contexto cuando le cuente sobre la curiosa heterogeneidad religiosa de mi familia. Pero por ahora baste con decir que si bien mi ateísmo es una convicción que antes de eso fue herencia, como sucede a muchos, en el otro extremo ideológico, con su fe, no puedo negar que el mismo se robusteció por la forma en que, como muchos otros, me topé con ciertas manifestaciones de la religión católica. Y una de las más traumáticas para mí fue esa visita a San Judas en su día.

No sé en qué diablos -aunque, obviamente sí en qué santo- estaba pensando mi tía al llevarme ahí. Fue, esto sí, un martirio que empezó con un casi imposible arribo a la iglesia, siguió con un desfile de personas desesperadas envueltas en llanto y gritos, o enfermas, algunas con catéteres, bolsas de depósito de orina a la vista, enfermedades de piel, sillas de ruedas, muletas, deformidades y demás cosas que si aisladas impactan a un niño, juntas eran como haberme llevado al set de filmación de  “Freaks” de 1932, sin que me avisaran que era una película. No tenía edad para comprender esa clase de desgracias personales y el papel que juegan la fe y la devoción para sobrellevarlas. Ahora lo entiendo y lo respeto, pero en esa época me aterró.

Y bueno, ya adentro, me tocó tener que intentar respirar entre los traseros de los fieles, aguantar el aplastamiento de empujones y tratar de no salir golpeado por los gandallas que se empujaban  por estar más cercanos ya no al sacerdote, que según recuerdo, ni caso le hacían, sino al santo mismo. Además fue la primera vez que vi un robo de cartera en su modalidad del navajeo de una bolsa femenina. Todo mal. O casi todo, porque pasado el susto, puedo decir que fue en ese momento cuando nació mi interés por los santos y las emociones que despiertan.

Sobre San Judas Tadeo no diré más, porque hay mucho dicho de mejor forma, y sobre San Hipólito, menos, porque hay poco que decir. Pero como vemos, en todo este asunto del nacimiento de una ciudad nueva y la muerte de otra, hubo devoción -prehispánica y cristiana-, necedad, gandallismo y otras cosas nobles e innobles. Vemos también perseverancia, disciplina, ingenio  y superación de estados de cosas que en el papel se verían como imposibles de superar o siquiera, de soportar. Esa es la forma en la que se vive en esta ciudad, que contra todos los pronósticos, sigue en pie, en el lugar menos indicado, pero idóneo para ella. Y creo que su sola existencia, que tal vez se deba a haberse como arrimado al santo adecuado, pero sin dejar a su patrono, aunque lo hayan mandado a un rinconcito en su propia casa, merecen celebrarse.