El posneoliberalismo, nombre con el que se pretende dar una revolcada al neoliberalismo, no es un tema novedoso ni progresista, aunque plantea una forma diferente de enfrentar a la economía y a la política.

Su propuesta se basa en otorgar al Estado (al gobierno, en la práctica) un papel rector de la vida pública y de esa manera se establecen criterios determinantes de las relaciones internas y externas

El esquema que se pretende paradigmático de la realidad mexicana, cuando menos en función del programa económico aprobado por el Congreso para 2019, en ningún momento plantea romper con el vínculo social existente con las estructuras monetarias, financiera, mercantil, de producción y de gestión de riesgo.

Al contrario, los esquemas de canalización de apoyos directamente a las manos de los viejitos y a otros sectores de la sociedad o el plan para que los jóvenes construyan antecedentes financieros y con ello contribuyan a la profundización bancaria que acerque al país a estratos de modernidad, es de lo más neoliberal que podemos suponer.

Más aún, el marco macroeconómico vigente en el país es tanto o más neoliberal y promotor de la subordinación, que lo planteado desde el gobierno de Miguel de la Madrid al de Peña Nieto.

Veamos: se estableció una meta de crecimiento de 2 por ciento del Producto Interno Bruto (PIB), inflación de 3 por ciento más/menos un punto porcentual en el año, a fin de acercar a nuestra economía con la estadounidense; con ello, un tipo de cambio del orden de 20 pesos por dólar y, muy importante también, asegurar un déficit presupuestal de 1 por ciento.

Eso, sin dejar de atraer inversión extranjera, modificar convenios de comercio internacional como el sustituto del TLCAN, ni buscar nuevas condiciones con organismos multilaterales como el Banco Mundial (BM) o el Fondo Monetario Internacional (FMI). Es más, se ha solicitado el aval de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo (OCDE) para muchos de los programas sociales y para combatir la corrupción

No se advierten condiciones para modificar esa estructura, a menos que en el Plan Nacional de Desarrollo (PND) se anuncien cambios novedosos capaces de modificar el discurso del liberalismo, vigente desde el fin de la Segunda Guerra Mundial y reforzado con la caída del muro de Berlín.

Es probable que el discurso en contra del neoliberalismo se vincule con malas lectura de sus desarrolladores Milton Friedman o Friedrich Hayek para, por oposición, promover la siempre atractiva imagen -pero insostenible financieramente- del Estado de Bienestar o, en el extremo más radical, la del socialismo planificado.

La idea del posneoliberalismo, de raíces latinoamericanas como resultado de las luchas sociales, primero contra la dictadura y, luego para marcar distancia de los dictados de estabilidad macroeconómica de la agenda del Consenso de Washington, siempre se ha distinguido por brindar una imagen progresista, pero sin resultados efectivos en términos sociales y económicos.

El posneoliberalismo, en consecuencia, se ha tratado de colocar como una de las críticas políticas más enérgicas al modelo neoliberal y a los dictados de Washington (que sin duda se las merecen).

De ahí que, en todas las expresiones y políticas públicas que se anuncian como posneoliberales tratan de diferenciarse del pasado mediante actitudes inclusivas, preocupadas por la inversión social y el combate a la pobreza. Inclusive, en muchos casos, se invoca a la “izquierda” como matiz de bienestar.

Por el modelo, la estructura y la organización nacional, lo que tenemos en México mantiene una ruta probadamente neoliberal, aunque con un nombre que, para quienes esperábamos el cambio, no es novedoso ni progresista.