Insultar la inteligencia de los electores se ha convertido en deporte nacional en México. Diversas han sido las malas prácticas documentadas mediática y socialmente que ponen en evidencia la involución de los procesos persuasivos que toda democracia moderna debiera enarbolar en su devenir natural e inexorable.

Estos resabios de actores y partidos políticos en la búsqueda del poder solo podrán ser eliminados de una sencilla manera: no más dinero a los partidos o candidatos.

Si bien es cierto que el sistema de partidos puede y debe ser fortalecido, también lo es que las exorbitantes cantidades de dinero público (y no público) que se “administran” dentro y fuera de los tiempos de los procesos electorales han desembocado -incluso normalizado- en la mercantilización del voto, frivolizado la propuesta y su viabilidad; germinando clientelismos “corporativos” que sólo benefician a la cúpula sindical, partidista o gremial. Estas prácticas no son atribuibles únicamente a algunos colores o emblemas partidarios, ejemplos abundan de quienes lucran con las necesidades reales de las personas y hacen “caravana con sombrero ajeno”, es decir, con el dinero de los ciudadanos.

Limitar el financiamiento a los partidos y actores políticos, de ninguna manera sería un debilitamiento de los mismos, por el contrario, promovería la restauración de una verdadera democracia representativa y, por ende, participativa, ya que obligaría al establecimiento de mecanismos persuasivos directos, cuya eje articulador de las campañas de promoción ubicarían al elector no únicamente como objeto de dádivas sino como sujeto activo en el proceso natural de persuasión de las propuestas que cada aspirante a representarnos y administrar nuestros recursos tributarios, presente en las campañas políticas.

La reducción drástica de recursos del erario ampliaría el margen de control financiero y fiscalizador hacia los mismos partidos. En este sentido, resultaría más fácil detectar el ostensible y desmedido gasto en comparación con los rubros autorizados de dinero público y privado. Así, candidatos a presidentes municipales, diputados, síndicos, gobernadores, senadores y presidente de la república, por mandato legal y limitación financiera, deberán innovar en los mecanismos persuasivos para comunicar a los electores las ventajas y viabilidad de sus propuestas.  

Otro elemento adicional que aportaría a la fiscalización del dinero público y privado en las campañas debiera ser la figura de testigos sociales en la administración del dinero (al menos el público), es decir, que las organizaciones de la sociedad civil y ciudadanos en general, puedan fungir como vigilantes de las asignaciones, propuestas económicas y cumplimiento contractual de las actividades realizadas con el dinero de todos los mexicanos, ¿o el dinero de los partidos y candidatos es diferente al que ejerce en obra y servicios públicos el gobierno?

¿Cómo fomentar la supremacía de las propuestas y perfiles de quienes se postulan? La respuesta está en el dinero, mientras prive la chequera se subyugará a la propuesta asequible. Mientras más dinero circule en las venas del sistema de partidos, menos ideas y más dádivas para lucrar con las necesidades habrá. ¿Cómo podemos erradicar el dispendio en los gobiernos, si desde la campaña los candidatos no administran la escasez sino la abundancia? Una cualidad primordial que deberán comprobar quienes deseen servir a la sociedad, será administrar la pobreza, iniciando por la de su propia campaña política. 

Debemos empezar por sustituir el agotado paradigma de “invertirle” a la democracia mediante un excesivo financiamiento a campañas electorales. Si queremos apostarle y fortalecerla, hagámoslo en las aulas, en el hogar, en las manifestaciones culturales, en los libros... Iniciemos dejando de lado los atavismos de que se financia para evitar dinero “sucio”: ¿Ha servido? ¿No es mejor dar financiamiento público limitado para recortar el tramo de control?

Teniendo en mente al filósofo estadounidense Thomas Kuhn cuando habla sobre la conclusión de paradigmas, existe un desajuste entre las concepciones sobre el financiamiento a los partidos políticos y las pruebas ofrecidas por la historia. En la actualidad son evidentes las anomalías que presenta esta práctica que ha desembocado en una crisis que amenaza con escalar aún más (furia social). Por ello, es imprescindible e impostergable la instalación de un nuevo paradigma electoral que no requiera cantidades exorbitantes de dinero público. La carrera por el poder ganaría mayor legitimidad si sustituyera las “prerrogativas” por la persuasión como instrumento por excelencia del proceso democrático.