El pasado jueves 7 de agosto, Juan Manuel Santos, quien resultó reelecto en la pasada elección presidencial, rindió protesta como presidente de la República de Colombia en un evento realizado en un espacio ubicado entre la Casa de Nariño y el Capitolio de Bogotá. Entre los presidentes que asistieron al acto protocolario se encontraba el presidente de México, Enrique Peña Nieto, quien desde una posición privilegiada pudo atestiguar este acto y escuchar el discurso del Ejecutivo colombiano. Sin embargo, más allá de la cuestión protocolaria sería deseable que Peña Nieto haya tomado nota de varias de las cuestiones planteadas por su homólogo, entre ellas la importancia que tiene el proceso de paz que se está efectuando en La Habana, la relevancia que tiene la educación para la paz y la importancia que tendrá la reparación para las víctimas de la violencia, como parte del proceso de reconciliación nacional.

 

No es mi intención caer en lugares comunes, como tanto se ha hecho entre estos países, o en comparaciones simplistas respecto a las realidades que se viven en Colombia y México, particularmente en lo que se refiere a la cuestión de la violencia, ya que el conflicto armado y la violencia que se vive en Colombia tiene antecedentes que se pueden rastrear desde la época de la Colonia, a finales del siglo XIX y mediados del XX, y presentan una complejidad estructural que requiere de un estudio más detallado del que permite este espacio. Sin embargo, el análisis comparado del caso colombiano con México podría mostrarnos similitudes y diferencias que pueden arrojarnos lecciones importantes, siempre teniendo en cuenta que la violencia se ha desarrollado en contextos distintos.

 

Por su parte, la violencia en México, particularmente la que se ha hecho presente en este siglo, tiene sus propias complejidades y, pese al discurso y el maquillaje oficial, no ha logrado disminuir notoriamente en lo que va del sexenio de Enrique Peña Nieto. De hecho, la violencia se ha vuelto cada vez más compleja, como lo evidencia la situación que se vive en estados como Michoacán, Tamaulipas y Guerrero, donde actores no institucionales le disputan de manera abierta y frontal la legitimidad en el uso de la violencia al Estado mexicano, evidenciando añejos problemas sociales que no fueron oportunamente atendidos y que, en consecuencia, incentivaron y  permitieron la gestación y evolución de poderes fácticos que sustituyeron, a través de medios ilegales, el vacío dejado por gobiernos municipales, estatales y el federal. Actores que durante décadas crecieron al margen de la legalidad y en contubernio con funcionarios, quienes, a su vez, se beneficiaron de esta situación a costa de permitir que las instituciones fueran permeadas por el crimen organizado. Actores que, al momento de ser afrontadas por el Estado, reaccionaron de manera violenta para defender el status quo que habían construido.

Algunos datos que corroboran este incremento en la violencia y el deterioro en la seguridad se pueden encontrar en el Índice de Paz en México (2013), el cual señala algunas de las siguientes cuestiones: “En los últimos 10 años se ha suscitado un aumento considerable en la violencia directa en México, con una baja de 27% de la calificación del Índice durante el periodo citado. El descenso se relaciona en gran medida con la tasa de homicidios: desde 2007 se incrementó 37%. En el 2012 hubo en el país 32 homicidios por cada 100,000 habitantes. El número de armas de fuego introducidas ilegalmente a México aumentó en gran medida durante la última década, siendo casi tres veces más alto en el periodo 2010-2012 que el comprendido entre 1997 y 1999. El indicador de delitos cometidos con armas de fuego —que mide el número de delitos que implican el uso de una de estas armas—aumentó en forma importante: la tasa por cada 100,000 habitantes se incrementó 117% durante los últimos 10 años. El financiamiento federal a las fuerzas policiales estatales, conocido como Fondo de Aportaciones para la Seguridad Pública (FASP), se ha elevado 190% desde 2003”. Por si eso fuera poco, el impacto económico de la violencia es equivalente al 27.7% del Producto Interno Bruto de 2012.

 

Hoy, hay que aceptarlo, México es un país que presenta altos niveles de violencia e inseguridad, aunque con diferencias notorias entre las entidades federativas. Es más, si desglosamos el citado índice a nivel subnacional, encontramos que Quintana Roo ocupó la posición 28, es decir, se encuentra entre las 5 entidades menos pacíficas del país, lo cual contrasta con el vecino estado de Campeche que obtuvo el primer lugar, como el estado más pacífico de México.

 

De tal modo, la estrategia del gobierno federal y de muchos gobiernos estatales de evadirse de la realidad, mediante la disminución del perfil mediático de la violencia que se vive en México, no es la solución que se requiere para hacer frente a la inseguridad que se vive en muchos lugares de México. El saldo de la violencia de hoy nos cobrará la factura mañana, eso es una realidad que no conviene evadir, ya que la pérdida de capital humano, la violación a los derechos humanos y el dolor que tantas personas están enfrentando es una herida que tardará mucho en cerrarse y que tendrá consecuencias sociales y económicas de mediano y largo alcance. No sé que tan consciente sea nuestro presidente de ese costo pero espero que su presencia en Colombia le haya servido para percibir lo doloroso y costoso que puede ser para un país, tanto en términos humanos como económicos, la violencia interna.

 

Juan Manuel Santos señaló que “Colombia se encuentra frente al anhelo de poder anunciar pronto al mundo, que el largo conflicto armado y la violencia que se generó ha llegado a su fin”. En cambio, parece que Enrique Peña Nieto y una parte considerable de la clase política mexicana no termina de dimensionar, ni de asumir la complejidad de la violencia que estamos viviendo en muchas partes de México, al fin y al cabo ellos disponen del privilegio de contar con ostentosos equipos de seguridad que salvaguardan su integridad y la de su familia, con costo al erario. La violencia y la inseguridad están presentes, quizá en diferentes grados según la región que se analice, vulnerando el derecho a la paz y a la seguridad de miles de mexicanas y mexicanos que día a día son víctimas de la violencia, incluso del desplazamiento forzoso. El México de hoy está lejos de poder presentarse como un país sin violencia y seguro.

 

Precisamente, esas son algunas de las lecciones de las que debería haber tomado nota Peña Nieto en su visita a Colombia, por ejemplo, que la violencia deja muchas víctimas en el camino y que es obligación del Estado garantizar la reparación más allá de la mera aprobación de legislaciones que en los hechos no se cumplen. Otra lección que debería tomar en cuenta es que hablar de frente ante la opinión pública nacional e internacional sobre el problema de la violencia es una condición necesaria para su resolución, ya que mantener un bajo perfil mediático no acaba con la violencia cotidiana que vulnera a miles de personas.

 

El eje del discurso de Santos fue la visión de Colombia como un país en paz, con equidad y educación, como medios para hacer de Colombia un país a la vanguardia en América Latina.  Un país que para 2025 busca estar en paz total y ser el más educado de América Latina. Si bien estas son metas que requieren de políticas públicas exitosas, lo importante es que se está definiendo una aspiración común de la sociedad colombiana. Espero que nuestro presidente se haya dado el tiempo para tomar nota y reflexionar sobre las lecciones y retos que se expusieron en la Casa de Nariño, porque la paz es una aspiración de la mayor parte de la sociedad mexicana.