(Respetuosa advertencia: Ésta columna se llama “Irreverente” y su contenido tiende a ser adhoc al título. Sin embargo, si alguna extrema sensibilidad se siente incómoda por el siguiente texto, favor de brincarse hasta el CAJÓN DE SASTRE).

El día que me muera, mis cenizas van a reposar en la montaña más alta del mundo, siempre y cuando mi hijo Santiago cumpla la promesa que me hizo cuando hicimos cumbre en el techo de México -el Pico de Orizaba- hace cinco años.

Les platico: Estando allá arriba, oteando un horizonte que solo se ve si se está a 5,636 metros sobre el nivel del mar, le pedí: Cuando escales el Everest, quiero que dejes en el techo del mundo mis cenizas. Y él me respondió: “Cuando yo suba al Everest, tú vas a estar conmigo”.

Fue lindo de su parte, pero lo que no aclaramos es si voy a estar con él vivo o ya bien muerto, convertido mi cuerpo en cenizas.

A mi Gaby la espera el inmenso mar de sus amores mientras que a los más convencionales, menos de medio metro cuadrado donde van a reposar por unos cuantos años sus cenizas, hasta que a sus descendientes se les haga caro seguir pagando el nicho de la iglesia o del panteón y terminen olvidándose de la urna que irá a parar sabrá el Dios de Spinoza a dónde y a hacerle compañía quién sabe a quiénes.

Cada vez los muertos están más solos. Antes vivían con los vivos. En las mismas casas donde habitaban eran enterrados al final de su existencia.

Eran velados en las casas pero a partir de los modernos tiempos -y más con quienes vivimos en éstas bárbaras tierras del norte- de eso se ocupan mayormente las funerarias y los crematorios, donde los tiempos del sepelio se tornan cada vez más breves.

Antes, la gente se moría en las casas. Ahora -de un tiempo para acá- los últimos suspiros ocurren en los morideros, también llamados hospitales.

Sin embargo, la tradición de nuestros ancestros es tan fuerte, que he sabido que cuando los médicos ya no pueden hacer nada por un enfermo, muy compasivamente recomiendan a sus familiares que se los lleven a buen morir a sus casas. Esto vendría siendo un regreso a los tiempos de antes. Al menos yo creo que por eso hacen eso.

Antes la procesión hacia el panteón la seguían caminantes tras las carroza y luego carros. Ahora todo queda en una misa ahí mismo en la funeraria.

Antes era un novenario en honor del difunto, hoy si una sola misa le ofrecen ya salió de gane. Antes se les llamaba “misa de cuerpo presente” cuando el fallecido presidía la asamblea en el templo. Hoy cuando ocurre que la mayoría -según las estadísticas de Gayosso, similares y conexos- dispone que su cuerpo sea cremado, ¿esa misa debería llamarse de “cenizas presentes?” ¿o el ritual del crematorio viene después de dicho evento?

Es que me ha tocado ver de los dos casos: un ataúd en el centro frente al altar, y una urna, y en ambos casos, una foto del difunto ahí en un lado.

Antes, el luto negro duraba semanas, meses y hasta años, en los casos más extremos. Hoy, ve uno llegar a los funerales a gente vestida de todos los colores. “Es que el luto se lleva en el alma y ¿quién te dijo que es de color negro?”, me dijo uno de los ministros laicos que dan la eucaristía en la parroquia a la que corresponde la calle donde vivimos.

Por cierto, es el mismo que tiene un puesto de presidente o vicepresidente de una de las camarotas de la IP, a quien un día que llegamos tarde a una misa de “cuerpo presente” me lo encontré en las últimas filas de Fátima y picosamente le pregunté: ¿Qué se siente estar tan lejos de Dios? Su respuesta fue tildándome con el título de esta columna.

Recuerdo que una vez, el ilustre capitán de industria Eugenio Clariond le respondió a uno de los presidentes priistas de hace muchos años, que los mexicanos esperamos que nos vaya bien en ésta vida, porque no sabemos que hay después de la muerte.

Ha de haber sido por alguna babosada que dijeron Echeverría, López Portillo, o Miguel de La Madrid, acerca de sus esfuerzos por darle desarrollo a un país tan vapuleado por esas generaciones de políticos, que aún andan por aquí disfrazados de otros partidos.

El caso es que el mensaje del empresario fue que solo tenemos una vida para que nos vaya bien y cada vez mejor, porque del más allá nadie ha regresado para decirnos qué hay al final del mentado túnel del que tanto se habla.

A mí se me hace que la muerte cada vez se llena más de una especie de teatralidad. Deberíamos verla y tratarla como le hacían los romanos, que cuando se morían descansaban y dejaban de ser quienes eran.

 

Amo un libro como a pocos, se llama “Mi último suspiro”, producto de 18 años de amistad entre Luis Buñuel y Jean-Claude Carriere. Cierro sobre el tema con éstas frases que no tienen tiempo, como inmortal es el genio de Teruel:

“Heme aquí entre dos misterios tan impenetrables el uno como el otro. Por una parte, la imagen de un universo infinito es inconcebible. Por otra, la idea de un universo finito, que dejará algún día de existir, me sumerge en una nada impensable que me fascina y horroriza. Voy de una a otra. No sé.”

“Si fuéramos capaces de volver nuestro destino al azar y aceptar sin desmayo el misterio de nuestra vida, podría hallarse próxima una cierta dicha, bastante semejante a la inocencia.”

“Cuando me preguntan si creo en algo más allá de la muerte, siempre digo: Soy ateo, gracias a Dios.” (Por alguna razón inexplicable, esta frase fue mutilada en la versión de habla hispana del libro, donde aparecieron sólo las últimas cinco palabras. En la edición francesa aparece tal cual la incluyo aquí).

placido.garza@gmail.com

PLÁCIDO GARZA. Nominado a los Premios 2019 “Maria Moors Cabot” de la Universidad de Columbia de NY; “SIP, Sociedad Interamericana de Prensa” y “Nacional de Periodismo”. Es miembro de los Consejos de Administración de varias corporaciones. Exporta información a empresas y gobiernos de varios países. Escribe diariamente su columna “IRREVERENTE” para prensa y TV en más de 40 medios nacionales y extranjeros. Maestro en el ITESM, la U-ERRE y universidades extranjeras, de distinguidos comunicadores. Como montañista, ha conquistado las cumbres más altas de América.