Una de las promesas de campaña de Andrés Manuel López Obrador fue establecer la obligatoriedad de la educación superior. Tras la reciente reforma al tercero constitucional -lo que incluyó el desmantelamiento de la reforma educativa de 2013- el Estado mexicano es garante de la oferta de educación universitaria, tecnológica y politécnica a los jóvenes de nuestro país. Si bien el objetivo del presidente y del partido gobernante pareciera responder oportunamente a la necesidad nacional de contar con profesionales competentes, la realidad parece superar a la ficción. 

Las Universidades para el Bienestar Benito Juárez García, programa insignia del presidente en materia de educación superior, levantan cuestionamientos en torno a su calidad y pertinencia. La penosa experiencia de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México -cuestionable calidad, bajo índice de eficiencia terminal- fundaba bajo los auspicios de AMLO durante su gestión al frente del gobierno del Distrito Federal, reitera el imperativo de privilegiar el mérito sobre el acceso. 

La política educativa en educación superior del gobierno parece contradecir el espíritu meritocrático de las grandes instituciones públicas de educación superior del país, a saber, UNAM, UAM, IPN y las universidades públicas estatales. El reconocimiento nacional -e internacional- de estas universidades como instituciones ubicadas en la frontera del conocimiento en términos de enseñanza e investigación, han sido éxitos innegables del Estado mexicano; logros reivindicados con los complejos sistemas de ingreso y titulación, así como su vocación de colaboración e internacionalización.  

Sin embargo, la calidad educativa no es la única interrogante. La reforma al tercero constitucional conlleva para el Estado mexicano un enorme desafío en términos presupuestales.  México exige un aumento de la inversión pública en educación básica y media superior.  Por lo anterior, la inclusión de la educación superior en el campo de la educación obligatoria supone menores esfuerzos dirigidos al aseguramiento de la calidad en los primeros niveles. Si bien la educación superior es fundamental para la generación de profesionales competentes, investigadores en temas prioritarios de la agenda nacional y cuadros técnicos que se incorporarán al mercado productivo, el Estado mexicano es incapaz de asegurar su cobertura y su calidad. 

Las prioridades nacionales, en consecuencia, deben centrarse en asegurar la calidad de la educación en básica y media superior. Basta recordar los insatisfactorios niveles alcanzados por nuestros niños y jóvenes en pruebas de resultados de logro como PISA y PLANEA. Mientras el Estado mexicano no tenga la plena rectoría de la educación pública obligatoria; la política educativa permanezca en manos de los poderes fácticos, como el SNTE -y peor aún- la CNTE, y que continúe orientada a satisfacer los intereses gremiales, la obligatoriedad constitucional de la educación superior supondrá el incumplimiento de la magna carta y el malgasto de los recursos de la nación. 

En otras palabras, si los niños mexicanos no reciben una educación de calidad en preescolar, primaria, secundaria y bachillerato, los esfuerzos del Estado mexicano en educación superior serán infructíferos. Los rezagos estructurales en materia de infraestructura física educativa -a pesar de los avances de Escuelas al Cien- la falta de solidez en la gestión de los recursos humanos, los sempiternos problemas de gobernabilidad del sistema educativo, la presencia del sindicato, la disidencia magisterial en estados como Oaxaca, Chiapas y Guerrero, la politización de la educación y los desafíos en materia de inclusión suponen obstáculos de enorme envergadura frente a un esfuerzo del Estado mexicano por garantizar el acceso a la educación superior. 

Un Estado incapaz de lidiar con poderes fácticos -como el SNTE y la CNTE- en el control de la educación pública obligatoria, difícilmente podrá hacer frente a la obligación de garantizar el acceso -y mucho menos, la calidad- a la educación superior.

La obligatoriedad de la educación superior, consagrada hoy en el tercero constitucional, no corresponde a la realidad nacional. Las prioridades en materia educativa deben estar centrados en atender las necesidades elementales de los niños y jóvenes que cursan la educación preescolar, primaria, secundaria y bachillerato. La reforma al tercero parece suponer una redefinición de prioridades en ausencia de una estrategia coherente y transversal cuyo objetivo sea impulsar la educación integral. 

En conclusión, si deseamos reproducir el modelo educativo de Finlandia, Singapur y la República de Corea -exitosos países capaces asegurar el acceso y la calidad de la educación superior- debemos primero recordar que nuestros principales problemas en materia educativa se localizan en la base de la pirámide. Una vez resueltos, podremos pensar en la obligatoriedad de la educación superior.