La ontología del naco, médula de la antropología mexicana, es un tema que divide opiniones. Lo escuchamos todos los días y como entidad indefinible, vivimos rodeados del término, ya sea para describir lo inapropiado, bajo ciertos estándares sociales, ya sea para discriminar erróneamente a quienes son diferentes.
Lo naco es lo libre, la trasgresión del tabú; la antietiqueta y la falta de respeto que, sin ofender, provoca el escándalo de los puritanos.
La persona naca brilla y cuando comete errores no es corregida, recibe humillaciones y mofas. A pesar de ello, su alegría no sufre golpes. Citando un verso de Paz, el naco es “inmóvil en la luz, pero/ danzante (…)”. Aunque tolerante, nunca es tolerado, víctima de sus propias creencias (usualmente supersticiones prácticas) obra de buena fe aunque sus éxitos reciban críticas.
Las posibilidades de ser naco no radica en un tipo de existencia social o económica. Hay nacos por doquier: en la aristocracia, entre empresarios, estudiantes y oficinistas. Lejos de los fenómenos populares (como los XV de Rubí o Lady Wuuu), el naco es cao porque es libre, porque vive en una envidiable ingenuidad donde no se reconoce como tal. No es acto de asociación o masificación; es ser nosotros mismos en una intimidad transparente donde los demás pueden ver lo folclóricamente evidente.
Quizá lo naco sea el último vestigio identitario que deseamos tener. Quizá sea lo más auténtico dentro de nosotros: el pensamiento salvaje de Lévi-Strauss; la parte maldita según Bataille o lo dionisiaco en Nietzsche.
Quizá todos somos nacos. Quizá todas somos nacas. Y qué maravilla caminar, con orgullo, junto a nuestra naquísima mexicanidad.