Eran ya las 8:30 de la mañana y en una de las múltiples bancas que rodeaban La Alameda estaba sentado Don Nachito; tenía una pequeña mesa plegable frente a él con un humeante café negro, un vasito de fruta con su tenedor encajado en un trozo de papaya – la cual cortó esa mañana – de un rojo vivo y su periódico, el cual aún llevaba bajo el brazo. La “tradición” de sentarse no era común en los vecinos de La Alameda, normalmente eran viudos y pensionados los que iban ahí a sentarse por las mañanas, incluso durante las frías mañanas de invierno pues no tenían nada qué hacer, excepto esconderse de sus hijos, quienes solo les llamaban para que cuidaran a los nietos – sin dejarles dinero para algún gasto que pudiera surgir o comida para alimentar a los chiquillos. Pero ese no era el caso de Don Nachito, quien recibía una sola llamada al mes de parte de su hija para saber si estaba bien – aunque su voz sonaba distante y desinteresada – o si necesitaba algo; él solo respondía que todo estaba de maravilla y que no había nada de qué preocuparse.

Conforme pasaban los minutos fueron llegando uno a uno los amigos de Don Nachito, se saludaban quitándose la boina, agitando el periódico o levantando el vasito de café que cargaban, mientras que él solo respondía con una sonrisa y continuaba leyendo su periódico. Al terminar de desayunar guardó el recipiente y el tenedor en su mochila, le regaló lo que restaba de su café a su vecino de banca. Te dejo el resto porque ya voy tarde al trabajo, le dijo mientras le servía la aún caliente bebida. ¿Necesitas azúcar, crema o leche?, agregó, pero el rechoncho ancianito ya estaba dándole sorbos al vaso y solo le hizo señales de que todo estaba bien. Él sonrió y emprendió una caminata rápida a su casa, no sin antes voltear a ver su banca para revisar que nada se le hubiera olvidado. Y en efecto, ¡había olvidado su mesita! Menos mal que siempre me acuerdo de voltear, pensó mientras reía internamente. Regresó por ella y por segunda vez se despidió de su compañero, quien había comprado otra dona – su tercera de la mañana.

Llegando rápidamente sacó los recipientes, los lavó y los secó, los guardó en sus respectivos lugares – los mismos dispuestos por su ya fallecida esposa – para cambiarse la playera por una camisa que había planchado una noche antes, fue a su armario y agarró los zapatos más feos – pero cómodos – que tenía. Eran color café caoba y suela negra; con elástico para no tener que estar abrochando sus agujetas a cada rato; acolchonados y con plantilla doble pues tenía lastimadas las rodillas, pero lo peor es que tenían una punta tan chata que parecía el frente de una camioneta pick-up. A su hija nunca le habían gustado esos zapatos, es por eso que contaba con más de diez pares de diferentes colores, formas y tamaños; a Don Nachito todos le gustaban, pero no eran nada cómodos para su trabajo que involucraba estar parado por más de 5 horas al día pues a veces faltaba gente a trabajar y el flujo de gente era demasiado.

Ya listo para irse a trabajar se acercó a la puerta, ahí tenía un espejo y una mesa con perfume, gel para el cabello, peine y crema; se cepilló su escasa cabellera platinada, enderezó su moño, tomó el perfume y roció un poco en su arrugado cuello, por último vació unas gotas de crema y se humectó sus manos. Tomó las llaves y su mochila para, ahora sí encaminarse a su trabajo. El lugar no estaba muy lejos de su casa, al menos no para él, solo tenía que caminar por 15 minutos, a veces 20 porque se detenía a observar a los pequeños que salían al recreo. Le gustaba verlos correr a las rejas para tomar los lonches de las manos de sus madres quienes los recibían con una enorme sonrisa y sándwiches recién hechos.

Cuando llegó a su trabajo saludó a sus compañeros, a los abuelitos – así les llamaban los jóvenes que trabajaban con ellos – les saludó de lejos levantando la mano y los muchachos le recibieron con un raro saludo que él aún no sabía de dónde había salido. Se dirigió a los casilleros para dejar sus cosas en su lugar, además de sacar su viejo mandil y descolorida gorra, se vio por última vez en el espejo para asegurarse de que su moño siguiera en su lugar y se dispuso a ocupar su lugar junto a sus compañeros.

El día pasaba rápidamente, los clientes pasaban presurosos y solo murmuraban un “gracias” con una falsa sonrisa mientras le daban su propina, la cual él tomaba con gusto. Llegó la hora de su descanso y fue al comedor para sacar su comida; la sirvió en un plato para meterla al microondas, dio unos pasos atrás – hace poco había leído que las ondas podían dañar su salud – para observar emocionado cómo daba vueltas su comida. Comió lentamente – no quería indigestarse – mientras resolvía un crucigrama que venía en el periódico y lo terminó antes de acabarse su pasta, lo cual no era una sorpresa. Regresó a trabajar y fue en esa última hora cuando algo muy extraño le sucedió, una pareja de hermanitos que veía cada martes le dio un regalo.

De camino a casa fue pensando en los dos pequeños que le regalaron esa carta y decidió que la iba a poner en un marco; hacía mucho tiempo que algo relacionado con el trabajo le hacía tan feliz. Lo primero que hizo al entrar a su casa fue ir a buscar un marco que tenía guardado, era de un rojo vivo y quedaba del tamaño justo para la hoja, lo puso sobre la mesa del comedor y lo desarmó para poner la carta – no sin antes “plancharla” con unos libros”. Ya estando la hoja bien asegurada fue por un clavo y un martillo, se sentó unos minutos en la sala para pensar cuidadosamente dónde ponerlo. Decidió colocarlo a un lado de su diploma universitario, así podía presumirlo a sus visitas, pero sobre todo podría leer todos los días. Decía lo siguiente:

Gracias por envolver nuestra comida todos los días, Don Nachito. Feliz Navidad y que Santa te traiga tooodos los regalos del mundo.

Te quieren,

Anita y Chelo.