Dirán que ya no es noticia. Sucedió hace un par de semanas, pero aquí las cosas son así, todo pasa rápido. Y luego, nunca se vio tanta rapidez en desmentir que el periodista Cándido Ríos fuera el objetivo del atentado. Parece como si dijeran: esto no ha sido un asesinato, sino un error, no nos echen el muerto encima, es de otro departamento. Cuestión de competencias entre fiscalías.  Los muertos fueron tres: tres tipologías, tres departamentos. Cándido Ríos, periodista, Víctor Arcelio, ex-mando de la Policía Municipal de Acayucan, de quien se sugiere que tendría algo que ver en la escena del crimen organizado, y un tercero de quien, por motivos que se desconocen, poco o nada ha transcendido. En el piso quedaron los cartuchos percutidos que los peritos de la fiscalía olvidaron o no vieron. No es nada personal, pero ver a los funcionarios retirando cuerpos, cumpliendo los trámites de rigor antes de marcharse, como agrimensores kafkianos, perimetrando el escenario del crimen, rodeando con tiza el charco de sangre y los cartuchos que olvidaron llevarse, -y conociendo la estadística de esclarecimientos-, se antoja una puesta en escena de la inoperancia, impotencia en el mejor de los casos, del estado mexicano. Ese eterno hacer como que se hace. ¿Creen también ellos lo que casi todo el mundo cree en México: que también este crimen quedará impune?  Mucho sabrán de Víctor Arcelio o del tercer difunto para afirmar que no era Cándido el objetivo, o mucho sabrán de lo que piensen los sicarios. No sabemos qué pasó, pero la respuesta no debe caer lejos de los nombres y acciones que Cándido Ríos menciona y denuncia en un video que publicó diez días antes de su muerte. Cuestiones municipales, tesorerías, contratos de obra, política local, viejas rencillas. La misma basura de siempre, esta vez en versión pobre.  Según datos públicos, la fiscalía especial para delitos contra los comunicadores no ha logrado, desde su creación, esclarecer ni uno solo de ellos.  Las amenazas y la violencia física que Cándido padeció eran tan creíbles que finalmente recibió protección del estado, una protección imposible en la práctica. De nada sirve proteger en su casa a alguien que se pasa la vida en la calle. Fracasos sobre fracasos.

Vimos a Cándido Ríos, “Pabuche”, en un acto final, con su perilla de quijote, flaco y agitado, hablándole a una cámara apoyada en el suelo mientras iba y venía en medio de un llano. Le dirigía sus reproches a varios personajes locales, pero el monólogo es un autorretrato, una radiografía del alma. Y, lo que él quizá no supiera entonces, un testamento. En él se muestra Cándido con su pensamiento entrecortado, borbotando expresión como un personaje de Rulfo, sujeto solo a la gramática del sentimiento, con una urgencia por decir generada en el fondo de las razones cuando la persona que las esgrime forma parte de los hechos con su vida. Porque a Cándido Ríos le iba la vida en ello. Tan vivo estaba y orgulloso de su integridad, “sin ser cola de rata ni alambre de nadie, con cien pesos en mi carterita, pero feliz, con la estima del pueblo, caminando con la frente en alto”.

Basta ver y oír la respuesta filmada del ex-alcalde Gaspar Gómez Jiménez, a quien el difunto periodista denunció repetidas veces por agresiones físicas. No se la pierdan. Basta ver un tipo sentado en una silla hablando para hacernos despertar de la ficción de este país que tan entretenidos nos tiene ahora en la tertulia política. El espectáculo incita a preguntarse cuántos tipos como ese estarán hoy en día ocupando cargos de representación popular y manejando presupuesto. Aterrador. ¿Adónde fueron a parar las denuncias de Cándido?, ¿en qué juzgado están las carpetas de investigación abiertas?, ¿alguien puede responder?

Parecía un hombre del pueblo, pero no lo era. Cándido Ríos pertenecía a una orden de caballería andante sin nombre, sin insignias ni altares, a una menguante clase de rebeldes que hacen suya la causa de todos haciendo caso omiso de quienes les aconsejan, y más si es a golpes, ocuparse solo de sus malditos asuntos. Lo hacen porque esa es su condición; nobleza obliga. Su grandeza está en su derrota. Como la de aquel Quijote que libera a los galeotes que, una vez libres, lo apedrean. “Al alzar la voz y ésta no tener eco, -decía Pabuche- se piensa al estilo jalisco: la vida no vale nada”. Lo había aprendido en su verdadera escuela, “la ley de la vida”. 

Con él van diez periodistas este año, Cándido es el decimoséptimo informador asesinado desde 2011 en Veracruz, uno de los estados más violentos de México. Pero visto en términos generales, esos diez o diecisiete no son más que víctimas privilegiadas por la atención mediática en el negocio de la muerte anónima. En lo que va de año, solo en Veracruz pasan de 1.100 los muertos con violencia, a una media de más de cinco al día.  En toda la república, se calcula que cada quince horas un informador es objeto de algún tipo de agresión.

Nos estamos acostumbrando. Todo esto genera hábito, se ritualiza, pasa a ser parte integrante de la cultura general. La costumbre es la batalla que toda la sociedad está perdiendo. Nos estamos acostumbrando y todo esto nos molesta; molesta la vergüenza, molesta tanto que ya preferimos callarnos y pensar en otra cosa y ya párele ya, esto es así, ya lo sabemos, para que hurgar más. Y estamos acostumbrados a no verle salida. ¿Cómo arreglarlo? Pero, por otra parte, qué sería de esta sociedad sin periodistas de casta, valientes y comprometidos: son ellos quienes realmente denuncian la corrupción, la violencia.

Cándido Ortiz “Pabuche" nació campesino, llegó a estudiar secundaria y siguió su formación en la escuela de la vida; fue activista social y durante dieciséis años, trailero. Con sus ahorros construyó una casa para su esposa y sus dos hijas, y se hizo periodista. Se la agarró con los caciques locales, y así durante años, sin bajar la guardia, sin plata ni plomo hasta la tarde del 13 de agosto. De sobra para un corrido.

Su viuda Hilda Nieves Martínez queda ahora sola con la carga de la pena y del miedo. Sería deseable que alguien o alguna institución se fijara en ella.

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