LA MODERNIDAD COMO OBJETIVO
¿México es un país moderno? ¿Está preparado para serlo? La “modernidad” que ahora se propone, se ha cifrado en la generación e instrumentación de reformas en rubros que se consideran estratégicos para emprender una nueva ruta en el desarrollo nacional.
Históricamente, la modernidad ha sido un objetivo recurrente. En su consecución se han alineado todos los factores políticos y económicos, sin sopesar debidamente el impacto social. Se le ha querido dar contenido a la forma. Y es que contrariamente a lo esperado, los proyectos modernizadores han incubado el rezago social, porque han polarizado la desigualdad y concentrado los beneficios a unos cuantos.
Sin generosidad todo progreso es efímero, esa es nuestra gran lección histórica. Pareciese que el Porfiriato ha quedado en el olvido: importa avanzar, modificar nuestro entorno; lo demás se cree, vendrá por sí sólo, por añadidura. Se puede alegar que las circunstancias históricas son distintas, que lo actual difiere del pasado, pero es inobjetable que el país conserva una realidad inmutable: una enraizada pobreza y marginación social. Las medidas adoptadas para alcanzar la modernidad tampoco difieren mucho, se mantienen como instrumentos inalienables: el saneamiento y la modernización de las finanzas públicas y del sistema financiero; la inserción de México en la economía mundial; la presencia de la inversión extranjera, como motor de crecimiento y una visión de desarrollo volcada hacia el mercado externo, en detrimento del mercado interno.
Las metas económicas en el Porfiriato se cumplieron con creces. En los treinta años de gobierno, la inversión inglesa pasó de 9 a 91 millones de libras esterlinas; la francesa de 15 a 1,675 millones de francos y la americana de 30 a 1,008 millones de dólares. En términos productivos, ello derivó en que se triplicara la producción de plata; en un crecimiento exponencial en la producción de cobre y del henequén y en una presencia progresiva de las actividades industriales.
La modernización emprendida en la administración Porfirista fue factible por el desarrollo de las obras de infraestructura de transporte, de las redes de comunicación telegráfica y telefónica y la introducción del sistema de alumbrado eléctrico. El ferrocarril se concibió como la principal palanca del progreso, es decir, como el medio que iba a colocar al país en el “centro de la civilización moderna”. En 1877 México tenía sólo 570 kilómetros de líneas ferroviarias y sólo una operaba normalmente entre las ciudades de México y Veracruz, para 1910, dicha cobertura rebasaba los 19 mil kilómetros. Después de ese periodo, la construcción de las redes ferroviarias ha sido poco significativa, basta señalar que casi el 75% de las líneas ferroviarias fueron construidas hace más de 100 años.
En 1910, la administración del presidente Díaz tenía un reconocido prestigio internacional: había modernizado al país, vinculándolo a la expansión del mercado mundial y al capital internacional. La premisa básica se había cumplido: la concatenación con el exterior, le había dado al país los impulsos básicos para encontrar el camino del progreso. Nadie podía suponer el desgarramiento social, porque con la fuerza del Estado se había mantenido la paz y el orden social, principios inalienables que sustentaban el progreso y la modernidad económica. Todo reclamo se tomaba como subversión.
La óptica del progreso era superficial. En realidad el régimen porfirista se sostenía sobre bases endebles. La industrialización y la modernización estuvieron acompañadas por un bajo ingreso real de la población y un reducido tamaño del mercado interno. En el sistema de explotación agrícola, la mayor parte de la población fue sometida al peonaje, recibiendo percepciones de miseria, a tal punto que sus ingresos eran inferiores en una proporción considerable a los que se tenían en 1800. La concentración de la riqueza y la brecha existente entre ricos y pobres, durante esos 30 años se exacerbaron. El Gobierno porfirista no quiso oír ni ver. Desde el interior del régimen, Justo Sierra, con una puntualidad trascendente había advertido: ¡El pueblo tiene hambre y sed de justicia!
LOS MOTORES DE LA NUEVA MODERNIZACIÓN
Con independencia de los factores políticos, sobre todo, de la discusión de la soberanía nacional y la rectoría del Estado, se destaca en el discurso de las reformas tres aspectos sustantivos que quiero señalar:
1. Crecimiento económico. Con la puesta en marcha de las reformas se prevé una tasa de crecimiento económico de más del 5%, lo que propiciará un mayor equilibrio en el mercado de trabajo. Se espera que con las nuevas inversiones en el sector energético, por ejemplo, se generen medio millón de empleos adicionales para 2018 y 2 y medio millones para 2025.
2. Competitividad y precios. Las reformas, se dice, traerán un efecto positivo en las finanzas personales, porque coadyuvarán a una mejora en calidad y precio en servicios y productos estratégicos como la electricidad, el gas natural, los fertilizantes, la telefonía, las redes y medios masivos de comunicación, entre otros.
3. Democratización del desarrollo. Con los efectos benéficos en la competitividad y en el mercado, se concluye – como corolario – que habrá una democratización y una mejoría en el nivel de vida de la mayoría de los mexicanos.
El logro de estos tres objetivos le daría sustento al desarrollo de la vida nacional y para ello se requiere efectivamente que se den efectos positivos en materia de inversión, competitividad y precios. Existe dudas en las cifras, algunos dicen que la inversión privada, nacional y extranjera, podría llegar a 10 mil millones de dólares por año y otros, los más optimistas, hablan de más de 20 mil millones de dólares. De modo que el efecto acumulado a lo largo de 10 años, en los que se prevé va madurar la instrumentación de las reformas estratégicas, sobre todo la energética, da una brecha de inversión entre 100 mil a más de 200 mil millones de dólares. Dada la desviación existente, habría que preguntarles a los diferentes voceros del gobierno y de las cámaras las bases en las que soportan dichas cifras, a efecto de darle una mayor certidumbre a la sociedad respecto a las metas de crecimiento y empleo.
Mayor incertidumbre existe respecto a la mejoría en los precios. El rumbo de los acontecimientos nos dice que esto es poco probable y en la retractación, funcionarios y de legisladores, plantean la mejoría como un escenario probable en el mediano y largo plazo. No hay que olvidar la sentencia keynesiana: “en el largo plazo todos estamos muertos”. Por lo pronto, la tendencia de incremento en el precio de las gasolinas parece irreversible e incluso se sitúa por arriba del promedio del mercado internacional. En el caso de la energía eléctrica se ampliarán las tarifas para la mayoría de los consumidores y sólo se mantendrán los subsidios para los grupos menos favorecidos. El precio del gas, por otra parte, dependerá de nuestra autosuficiencia productiva y tendría que tener una cotización propia, desvinculada a las tarifas existentes en el mercado internacional. Es probable que los beneficios se presenten, más bien, en el sector de las telecomunicaciones, existiendo una mayor diversificación en las opciones de productos y servicios; ello tendrá socialmente efectos positivos, pero no habrá cambios significativos en las estructuras de la propiedad y del poder económico existente en los medios, redes y rubros que integran este sector; sólo se visualiza una mayor diversificación.
El tema de la soberanía nacional en industrias estratégicas, como la petrolera, por su trascendencia requieren de un análisis minucioso; por lo que este texto sólo abordará el mito de la democratización económica.
EL GRAVE EJEMPLO DE MÉXICO
La nueva modernidad que se pretende edificar parece menos tortuosa que la de otras etapas históricas, si se considera que ahora no se construiría sobre los escombros de una dislocación social. Sin embargo, al examinar nuestra realidad se encuentran retos mayúsculos que hay que enfrentar: la desigualdad social, en la que se conjuga una excesiva concentración del ingreso con la pobreza existente de 50 millones de mexicanos, de ellos más de 20 en pobreza extrema; el desmantelamiento de importantes actividades productivas, principalmente las primarias; el caos, la violencia y la indigencia en diferentes regiones y en importantes centros urbanos del país; el malestar de las clases medias, quienes soportan en grado significativo la carga fiscal del Estado; el desastre humanitario existente en el fenómeno migratorio, que evidencian la vulnerabilidad de nuestras instituciones ante la criminalidad y un entorno de pobreza que se extiende hacia el sur más allá de nuestras fronteras; la pérdida de credibilidad del Estado como rector del desarrollo económico y su incapacidad para complementar y suplir las deficiencias y carencias que genera o que no atender el mercado, entre otros.
Nuestra historia indica que la modernización económica, por sí sola, no es suficiente para alcanzar un desarrollo sustentado socialmente. Por lo contrario, ha generado procesos perversos porque ha concentrado los beneficios en unos cuantos, sin que exista una democratización de la riqueza; es decir, no ha traído consigo una mejora sustantiva en los indicadores sociales y sí un detrimento en las percepciones reales de la población, particularmente de los trabajadores.
La lectura histórica es que no es posible dejar todo a los “equilibrios” naturales que genera la inversión y el mercado, por las siguientes razones:
Modernización y crecimiento son objetivos prioritarios, pero no es posible soslayar las causas estructurales que han distorsionado nuestro desarrollo y llevado a crisis recurrentes. La democratización de la riqueza que anuncia las reformas es retórica, porque no basta con generarla, paralelamente hay que sentar las bases que hagan más sustentable nuestro desarrollo y que posibiliten: el crecimiento y la consolidación del mercado interno; la generación de más y mejores empleos; el incremento de la productividad y la tasa salarial; la capitalización de las actividades primarias; la generación de una política fiscal progresiva y efectiva con la integración a la formalidad de millones de mexicanos y desde luego, tal como lo prevén las reformas, la competencia, competitividad y productividad en las industrias y sectores estratégicos.
Es importante generar riqueza, pero el futuro depende más de su mejor distribución. Esto es, de la constitución de un país más justo.