Ha sido indignante observar las reacciones que se han dado en redes sociales por la agresión que sufrió Ana Guevara, en donde se ha puesto de manifiesto la terrible misoginia que existe en nuestro país, y que nos hace colocarnos como una sociedad en evidente retraso en cuanto a valores y educación.

La misoginia -término definido como odio hacia las mujeres- ha ocasionado que, a causa del poder de los varones, ellas estén expuestas a violencia física, abuso sexual, degradación, trato injusto y humillante, así como discriminación legal y económica, situación que se alimenta con la creencia de la supuesta inferioridad femenina y supervaloración del dominio masculino, viéndose este último reforzado por factores como tradicionalismo, entorno familiar y medios de comunicación.

Al misógino lo describo como sujeto que siente aversión hacia las mujeres, que abusa de ellas de forma artera, pero que incluso está escondido de forma cobarde, para hacer aparición en cuanto las circunstancias le son propicias, también el misógino se aprovecha de ellas para obtener algún beneficio, generalmente de tipo material. Asimismo, puede tener discurso amable y aparentar ser buen hombre, mostrarse racional y comprensivo hasta que, tarde o temprano, termina proyectando actitudes de descalificación y minimización hacia lo femenino.

Para comprender el fenómeno que nos ocupa, debemos situarnos en la época de las cavernas, cuando se estableció tajante diferenciación de género, la cual atribuyó al varón características de rudeza, valentía, honorabilidad, fuerza, don de mando y capacidad para el trabajo y hacer vida pública, en tanto a la mujer se le vio como un ser que sólo podía encargarse del cuidado de los hijos y labores domésticas.

Lo anterior ha marcado cierta especialización de roles, lo cual ha ocasionado que los hombres se acostumbren a la idea de ser jefes, dueños o patriarcas, por lo que, quizá, la misoginia haya surgido como especie de defensa ante la amenaza inconsciente que representa el crecimiento, sabiduría y grandeza de la población femenina; de ahí que mediante dicha conducta traten, a cada momento, de minimizarla en todos los aspectos; de hecho, hasta podría afirmarse que los varones temen que ellas ocupen su lugar.

Respondiendo al devenir histórico, en el que los varones son patriarcas, "dueños" y "cuidadores" de las damas, se percibe que ellos han abusado de dicha condición y malentendido el rol protector hacia el sector femenino, considerándolo sinónimo de dominio, en donde se concibe "natural" el hecho de que ellas cumplan papel de subordinadas sin derecho a actuar ni a tomar decisiones importantes, toda vez que se les etiqueta como seres inútiles que no saben cómo proceder ante diversas circunstancias.

La edificación de las relaciones sociales antes descritas tiene fuerte fundamento en los mensajes culturales que han pasado de una generación a otra, lo que, en consecuencia, ha estructurado perfiles, leyes e instituciones que establecen que el varón es quien tiene capacidad de mando porque está dotado de los conocimientos necesarios para ello. En términos generales, se nos han atribuido múltiples características y/o potencialidades con las que quizá no contamos, que no nos dan los genitales ni las hormonas y que, erróneamente, la sociedad supone poseemos por el hecho de ser hombres.

Ante este miedo de perder el poder, se ataca al sector femenino y no se construye el amor desde la igualdad, es decir, en el sentido de que ambos miembros de la pareja compartan la vida con derechos y responsabilidades similares, sino a partir del servicio que supuestamente la mujer tiene como obligación. Desde esta perspectiva, para mantener dicha condición los hombres ven en las mujeres a seres inferiores que deben cumplir todos sus deseos.

Los vínculos hombre-mujer sostenidos en la soberbia y arrogancia masculinas encuentran más fuertes expresiones en la violencia hacia las mujeres y en el andamiaje cultural que es la misoginia. De esta forma, dicha conducta daña a la sociedad pero, por desgracia, sigue siendo promovida por los medios informativos, particularmente a través de programas televisivos de concursos cuya temática es la ‘guerra de sexos', los cuales refuerzan la absurda idea de que es válido humillarlas y competir con ellas porque están a nuestro servicio.

Hacia cualquier punto que miremos podemos encontrar múltiples actitudes de aversión y descalificación hacia las damas; por ejemplo, tenemos los comentarios de quienes cometieron abuso sexual: "Por qué se alarman tanto si nada más la violé"; mientras que los individuos que tocan a mujeres sin su aprobación afirman: "Ellas nos provocan por usar minifalda", así como aquellos que reflejan fanfarronería: "Ya tuvo relaciones sexuales conmigo". Esta megalomanía (es decir, creerse superior en demasía) masculina puede entenderse como desesperada y falsa idea de sentirse mejor que las mujeres; igualmente, es frecuente que el odio hacia ellas se incremente cuando destacan por su inteligencia, razón por la que pretenden reafirmarles lo siguiente: “Tu misión es atenderme, así que obedéceme y calla”.

Cuando los hombres agreden verbalmente a sus iguales suelen hacer referencia a lo femenino, siendo común escuchar expresiones como "vieja", "marica", "joto", "mandilón", "rajón" o "puñal", lo cual se debe a que consideran que lo más humillante es pertenecer al sexo opuesto. Con ello, en la conciencia profunda se trata de ratificar que lo menos deseable es ser mujer o parecerse a ellas.

También podemos observar que cuando el varón desprecia lo femenino, de ninguna manera realiza labores que por costumbre se consideran "exclusivas" de ellas, como lavar trastes, preparar comida, limpiar la casa, tender la cama y/o cuidar a los hijos. A ello responden que son ‘cosas de viejas', con lo cual quieren decir que se trata de actividades propias de seres a quienes consideran inferiores e indignos. Como vemos, la misoginia es el ‘cáncer' de las relaciones de paz e igualdad, y quienes la tienen arraigada ignoran que, para crecer como seres humanos, debemos admirar y valorar a nuestros semejantes, sin importar su género.

Debemos hacer conciencia en nuestra sociedad del grave problema que existe, y que mientras no cambiemos nuestra mentalidad y dejemos de agredir a las mujeres, estaremos condenados a ser una sociedad sin principios y carente de los valores fundamentales para una convivencia en paz.

En esta misma tónica quiero hacer referencia a una mujer que sirvió como espía de los Ejércitos de la Unión en la Guerra Civil Norteamericana.

A pesar de que a las mujeres no se les permitió legalmente participar en la Guerra de Secesión de los EEUU, se estima que alrededor de 400 de ellas se hicieron pasar por hombres y lucharon. En esta época el papel de la mujer se limitaba a la esfera doméstica y, atendiendo a este rol, tenían prohibido el reclutamiento.

Aun así, 400 mujeres decidieron dar un paso adelante, hacerse pasar por hombres -la única forma de conseguirlo- y pelear junto a los hombres. Asumir aquel papel suponía utilizar ropa de hombre, preferentemente ropa suelta, disimular sus pechos y cortarse el pelo. Lógicamente, contaban con la complicidad de la escasa rigurosidad de las oficinas de reclutamiento en época de guerra. Y no sólo en lo relativo a un examen físico, que habría revelado rápidamente su condición de mujeres, sino también en la referente a la edad, ya que viendo las caras o escuchando las voces de algunos reclutas estaba claro que eran niños y habían mentido para alistarse. Esta es la historia de una de esas mujeres, Sarah Edmonds.

Sarah Edmonds nació en Canadá en 1841, su infancia fue difícil junto a un padre que hubiera preferido a un hijo varón para que le ayudase en el trabajo. El único recuerdo agradable de aquella época era el libro “Fanny Campbell, the female pirate captain“, que narraba las aventuras de Fanny Campbell, una pirata que iba vestida de hombre y que llegó a capitanear un barco.

Siendo adolescente huyó de casa y los avatares de la vida la llevaron a Michigan (EEUU). Al poco tiempo estalló la Guerra de Secesión y Sarah, quizá influenciada por aquel libro que tantas veces leyó, se alistó en el ejército de la Unión… bueno, se alistó Franklin Thompson. Como las mujeres sólo podían desempeñar labores de enfermera durante la guerra y ella quería luchar, se cortó el pelo y se vistió de hombre; fue adscrito al 2º de Infantería de Michigan junto a los que luchó en diversas batallas al mando del general George McClellan.

En diciembre de 1862, se presentó como voluntario/a para cruzar las líneas enemigas y ejercer de espía para la Unión. Su superior al mando lo comunicó al general y éste decidió darle una oportunidad. Se le facilitó lo necesario y partió hacia Yorktown, donde estuvo trabajando con los Confederados en la construcción de fortificaciones. A los tres días regresó con la información de dichas fortificaciones y los planes del enemigo.

Debido a su éxito, fue enviado a varias misiones más incluso llegando a hacerse pasar por mujer –papel que, por cierto, bordaba-. Al año siguiente, su regimiento fue enviado a unirse a las tropas al mando del general Ulysses S. Grant, pero Sarah/Franklin contrajo la malaria y ante el temor de ser descubierta si era tratada en el hospital de campaña, desertó y huyó a Washington. Allí estuvo ingresada en un hospital civil y cuando se recuperó intentó volver al ejército pero ya no pudo… Franklin Thompson estaba en busca y captura por desertor. Ante aquel nuevo panorama, decidió quedarse en Washington ejerciendo de enfermera hasta el final de la contienda.

Terminada la guerra, se casó con su amigo de la infancia Linnus Seelye, con el que tuvo tres hijos, y publicó el libro “Nurse and spy in the Union army” (La enfermera y la espía en el ejército de la Unión) en el que relataba experiencias personales, convirtiéndose en un éxito y logrando vender más de 175.000 copias. Las aventuras de Sarah comenzaron a despertar interés entre la opinión pública y algunos incluso se atrevieron a solicitar algún tipo de reconocimiento para aquella mujer. En 1886, ¡veinte años más tarde!, llegaría ese reconocimiento: el gobierno de los EEUU anuló el cargo de deserción y le concedió una pensión de 12 dólares al mes por los servicios prestados. En 1897, un año antes de morir, se convirtió en la única mujer admitida en Grand Army of the Republic, la organización de veteranos de guerra del ejército de la Unión.