Como ciudadano del mundo y como mexicano, exijo al presidente Andrés Manuel López Obrador que use mascarilla o cubrebocas en sus actos públicos. Ya ha sido demasiada prolongada y acaso costosa la obstinación de no hacerlo. Y también lo exijo como alguien que ha votado por él y su proyecto en 2018, 2012, 2006 y 2000; que como parte de un movimiento social e histórico para el país ha contribuido al cambio que elegimos en la pasada elección presidencial. Este último dato, para los fanáticos que ven la crítica propositiva como un ataque. He establecido en varias ocasiones mi postura: apoyo crítico y crítico apoyo. Y si se quiere más argumentos contra el sinsentido, valga la exigencia de alguien que ha conocido la muerte de familiares, compañeros y conocidos por Sars-Cov-2; sobre todo en Tabasco y la Ciudad de México. Nada curioso ni casual, me parece, los dos sitios en que el presidente ha tenido mayor ascendente sobre la población.

¿Qué expresa, de qué trata el hecho de negarse a usar este instrumento en contra del Covid-19? ¿Una convicción basada en la fe personal, un aliento equívoco al ánimo del ciudadano o acaso de un envalentonamiento estéril? En pasada columna sobre la gira del presidente a Estados Unidos, llamé la atención sobre la necesidad del uso de la mascarilla durante el viaje; no hacerlo habría sido sinónimo de irresponsabilidad personal y social y aun de soberbia. Lo hizo durante los vuelos. Pero a estas alturas, cuando las muertes lamentables y dolorosas alcanzan casi las 40 mil y los casos rondan los 350 mil, no puede permitirse más un relajamiento a capricho, una bravuconada; no es una cuestión de güevos, como muchos seguidores de López Obrador podrían argumentar. Se trata de prudencia, de humanidad para evitar más muertes, para no inspirar “valemadrismo” en su desuso sino responsabilidad en su uso.

Ya lo decía en la columna referida arriba, se entiende la explicación de la Organización Mundial de la Salud y del vocero de la secretaría de Salud mexicana, López-Gatell, sobre el uso auxiliar y no determinante del adminículo que no sustituye otros cuidados para evitar el contagio de Sars-Cov-2, como el lavado de manos con jabón o alcohol; se entiende que el uso prolongado durante horas pueda ser riesgoso pues tiende a crear una confianza incorrecta (tiene que cambiarse cada 2 o 3 horas o cuando acumula demasiada humedad); se entiende que su uso corresponde a mayor eficacia en tiempos cortos (el transporte público, ir al supermercado, al banco, a citas específicas); pero también se entiende que puede ser una acción fundamental para evitar la trasmisión del virus. En suma, es una herramienta complementaria pero demasiado importante como para evadirla; sobre todo, en circunstancias específicas.

Y si se confirmara que el virus se propaga por el aire, su uso no podrá ser evadido hasta que no exista una vacuna. Es más, ¡ya para que un testarudo irreverente como Donald Trump la use! Cito su tuit del 20-07-20 en que posa y anuncia el uso del cubrebocas por vez primera en plena campaña electoral: “Estamos unidos en nuestro esfuerzo para derrotar al invisible virus chino, y mucha gente dice que es patriótico usar una mascarilla cuando no puedas mantener la distancia social. No hay nadie más patriota que yo, ¡tu presidente favorito!”.

Es también interesante cómo se argumenta que en ciertos países asiáticos el uso de la mascarilla es generalizado. Pues bien, a esta argumentación hay que explicarle que el uso de estos instrumentos en Japón, por ejemplo, es ya un asunto de cultura general entre sus ciudadanos desde hace décadas, no obedece al nuevo coronavirus: lo han usado quienes han estado enfermos para no contagiar a los sanos incluso de una simple gripe. Así, se explica la maestría en su manejo. Es necesario entonces aprender a usar correctamente este objeto y a vivir con él por un tiempo.

No es posible que el presidente diga que ya va de salida la pandemia, que “ya se domó”, que la curva está aplanada o que es una prolongada meseta (como dicen otros), que invite (casi empuje) a salir, a “recobrar la libertad” (¿libertad para la muerte?), que vaya a un restaurante y todos, dueño y empleados, traigan protección bucal excepto él (¿de qué privilegios goza?), que vaya a giras y los gobernadores e incluso algunos miembros de su equipo usen la mascarilla. Algunos cercanos son responsables y la utilizan, Claudia Sheinbaum, Marcelo Ebrard y recientemente Alfonso Durazo; otros acaso no se atrevan frente al jefe o están contagiados de la obcecación del presidente.

No es posible que ante esa invitación a la “libertad” el ejecutivo dé consejos de cómo cuidarse (sana distancia, lavado de manos e “higiene personal”, básicamente) y evite una y otra vez expresarse sobre la mascarilla. Como si el tema le quemara, como si abordarlo le llevara a admitir un error, aceptar una necedad. Como si no quisiera consentir un cambio de política respecto al asunto pues significaría aceptar una trágica equivocación; absurdo asunto de verdad.

Ante el empuje de la prensa incluso López Gattel ha debido aceptar las circunstancias en las que es propicio el uso de la mascarilla. No obstante, no ha podido “sugerir” o establecer el punto con su jefe. Mal hecho. Tan mal, que uno de los reporteros de la conferencia vespertina, Juan Hernández del Grupo Cantón, ha dado positivo de Covid y según alguna fuente periodística, estaría grave; qué lamentable. ¿Para qué exponer a las personas? Sheinbaum lo ha hecho mejor, sin duda. Ella y su personal usan mascarillas y ofrecen su conferencia en línea.

Ya sabemos que López Obrador es y ha sido un político tenaz; esto le ayudó a ganar la presidencia de la república en la tercera oportunidad (ello en combinación afortunada con la convicción de la sociedad por un necesarísimo cambio; ha sido un logro colectivo). Sabemos que se considera y llama a sí mismo terco, como se dice en Tabasco. Un necio, como el personaje de la canción de Silvio Rodríguez que tanto le gusta, con la cual siente una identidad y la que se negó a cantar el cantautor cubano en el Zócalo, en 2006, alegando afonía (Juan Gabriel le cantó en una ocasión a Nicolás Maduro “Las mañanitas” con todo y ronquera); canción que durante la campaña electoral grabara para honrarlo, elogiarlo y complacerlo su esposa, Beatriz Gutiérrez Müller, en papel de cantante.

Más allá de ese temperamento personal, el presidente tiene obligadamente que entender que una cosa es la política o el gusto por una canción sin consecuencias mortales, otra, la obstinación sin sentido y consecuencias funestas. Como ha establecido Federico Arreola en reciente columna, “Urge una campaña nacional encabezada por el presidente López Obrador para que nadie en México salga de su casa sin el cubrebocas. Es eso o seguir contando cada día más muertos”; “¡Andrés Manuel, 8 semanas! ¡Solo 8 semanas!” (SDPnoticias; 19-07-20). Urge que López Obrador, hombre obstinado, perseverante, tenaz, porte la mascarilla o cubrebocas y no quede marcado para siempre, en esta materia, como un necio sin sentido y consecuencias nada gratas; por el contrario, que dé un buen ejemplo ciudadano como presidente. Aquí no se trata de un debate contra los intelectuales orgánicos (u orgiásticos; como los he descrito) sino de una batalla contra la muerte