Aunque para el gobierno de la Cuarta Transformación el Fondo Monetario Internacional (FMI) representa una de las caras demoniacas del neoliberalismo, constituye también el mejor aval para el mantenimiento de sus programas asistencialistas para hacer frente a los problemas de pobreza y desigualdad social.

Según el organismo, gracias al efecto que han mostrado las transferencias monetarias para apoyar a los adultos mayores, las becas para estudiantes que actualmente incluye los recursos del polémico “Prospera”, junto con los subsidios al campo y los servicios médicos gratuitos, México logró que el número de pobres se redujera y se detuvieran los índices de desigualdad monetaria.

Frente al resto de los países de América Latina estamos en la media, al mismo nivel de República Dominicana, Ecuador y Bolivia, pero mucho mejor que Argentina, El Salvador y Uruguay, seguimos muy alejados del promedio de Brasil, Colombia, Honduras o Chile.

El FMI pone como referencia al año 2016 para indicar que entonces la desigualdad del ingreso en México era comparable a la de otros países de América Latina, pero muy superior a la de otras economías de mercados emergentes y a la de países que integran la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE).

Y advierte que el 20 por ciento más rico de los hogares mexicanos gana diez veces más que el 20 por ciento más pobre; lo que duplica la proporción entre los países de la OCDE, lo que muestra que el nivel de desigualdad no ha disminuido significativamente desde 2004, a diferencia de lo que sucedió en varios países latinoamericanos.

Con el giro social que busca establecer el actual gobierno, es imposible que cancele los programas asistencialistas, aun cuando varios de ellos tienen varios años de vigencia, aunque eventualmente y por las deficiencias de la economía, algunos podrían ser reordenados o segmentados para atender de manera específica las diferencias de necesidades en las diversas regiones del país, lo que marcaría una diferencia notable con pasadas administraciones.

Políticamente sería un suicidio pensar en que puedan ser suspendidos en los años venideros. Menos cuando el FMI reconoce su valor social y su vigencia económica como promotores del consumo interno, si son manejados con transparencia.

Estos programas no son la solución de las deficiencias sociales del país, pero políticamente permiten, en función del clientelismo electoral, atemperar problemas no obstante que su costo puede significar entre 5 y 8 por ciento del PIB. Eso, suponiendo que en 2020 estos recursos se ejerzan sin desviaciones.

Los comentarios favorables que le dan un rostro casi angelical al FMI son también una advertencia para el gobierno del presidente López Obrador al insistir en que se debe focalizar el objeto y destino de los programas sociales para maximizar (y evaluar) el impacto de las transferencias sociales a fin de reducir la desigualdad.

Respetuoso, aclara que “nuestro análisis se limita al efecto estático de las transferencias sobre el ingreso de los hogares y no tiene en cuenta los cambios dinámicos que pueden inducir los requisitos que exige el gobierno para poder acceder a determinadas transferencias”.

Por eso mismo, habrá que estar muy pendientes del análisis de las finanzas mexicanas que anualmente hace el Fondo directamente con las autoridades mexicanas, al amparo del Artículo IV mediante el cual puede imponer sanciones en materia financiera y económica.

Lo cierto es que en el Programa económico de 2020 no se han incluido las causas de la marginación en el país ni se ha hecho nada para enfrentar a la economía informal en donde se desenvuelve más del 60 por ciento de la masa laboral que no paga impuestos pero que obtendrá -sin pena ni gloria. una buena parte de los beneficios de la nueva política de transferencias públicas que abanderan a la Cuarta Transformación.

Es tiempo de preparar el ambiente para una reforma fiscal redistributiva del ingreso.

@lusacevedop