Agosto del 2018 quedó marcado por los linchamientos; un fenómeno social reprobable, sin justificación y delincuencial. Desde cualquier perspectiva, los linchamientos no tienen asidero moral, ni legal; por el contrario, son la expresión pura (o animal) del odio y de la malicia humana. El linchador no busca justica, sino saciar su hambre de sangre, de odio, de maldad.
En redes sociales abundan las expresiones de personas (potenciales linchadores) que están en busca de “pretextos” para soltar su odio, lo hacen sin reparo abusando de la libertad de expresión y bajo el amparo de la tecnología que les procura cierto anonimato o, por lo menos, les da la comodidad de actuar sin miedo, sin escrúpulos.
Si sentimos responsabilidad por lo que sucede debemos preguntarnos ¿en qué estamos fallando? ¿por qué existen estas expresiones y acciones de odio? La respuesta es difícil pero más difícil será si no tratamos de entenderlo para corregir el camino, aunque fallemos.
Desde mi perspectiva, estas expresiones tienen su motivo en la precariedad a la que hemos sido sometidos por vivir en un país repleto de corrupción, incapaz de garantizar un mínimo de seguridad y dominado por un modelo económico y educativo que propicia la desigualdad.
La corrupción merma la confianza aun cuando los beneficiarios puedan ser considerados “buenas personas”. Lo vimos con el candidato Presidencial José Antonio Meade, reconocido en lo individual como bueno, profesional y noble, pero ligado a la “marca” o al sistema reconocido por la mayoría de la población como el más corrupto.
Ese sistema es el que ha propiciado que en las instituciones públicas haya muchos ejemplos de personas con una gran formación profesional, con un criterio envidiable y digno de reconocer, pero cuyo talento es ensombrecido por el influyentismo que los hizo llegar a donde están -como si no hubiera otras personas con igual o mayor capacidad- y que los convierte en parte de la dispraxis pública, de la dispraxis del sistema, de la corrupción.
Por mucho que haya personas que no tengan el talento o la capacidad para asumir la responsabilidad de hacerse cargo de una institución pública, el mensaje que reciben del influyentismo (corrupción) es claro: sin importar tus capacidades y tus esfuerzos, no eres digno.
Así, una buena parte de la población se percibe como algo menor, como si tuviera una marca de nacimiento que le recuerda que no pasó el control de calidad, una marca que no le fue asignada por su falta de potencial sino por aspectos externos, como el apellido o la apariencia, que determinan su futuro. Así, lo que se va fomentando es el odio o la ambición de cambiar ese status quo; una dicotomía que en un momento hay que desaparecer eligiendo entre un camino o el otro, aunque la mayoría de las veces se mezcla, solo que ese odio puede tener consecuencias positivas y en otros casos, ahogados por la impotencia, genera violencia, violencia contra quien no tuvo la culpa de su estar o ser, violencia como los linchamientos de personas inocentes.
En un Estado vigilante o policía, el riesgo de sufrir la violencia que desencadena este status quo imperante, es controlado por las instituciones de seguridad, que deberían ser fuertes y estar presentes en todo, un estado panóptico como las cárceles imaginadas por Jeremy Bentham. Sin embargo, lejos estamos de vivir en un Estado de esta naturaleza, las instituciones de seguridad han sido superadas y la mayoría de las veces se les percibe como continuidad de la violencia y la corrupción. El violento, no les teme a las instituciones de seguridad, le teme a ser menos violento que ellas a tal grado de tener que pagar por su libertad (corrupción) o perderla por no tener.
Lo que nos queda es evolucionar como personas en lo individual. Para ello necesitamos de herramientas educativas que en la mayoría de los casos sólo el Estado puede brindarnos. Sin embargo, estas herramientas están limitadas por el presupuesto asignado y por las capacidades de los educadores quienes muchas veces igual están donde están por la corrupción.
Si no contamos con estas herramientas de manera gratuita, hay que pagarlas, pero su precio vuelve a recordarnos nuestro status quo. El modelo económico vuelve a equilibrar nuestra posición en el mundo y vuelve a fomentar el odio, la desesperanza o la ambición de cambiarlo todo. O somos consumidores o nos consume el mundo.