Hace un par de días tuve en Facebook una suerte de discusión, desencuentro más bien, con un editor. En realidad, con el comprador de una vieja editorial mexicana y algunas españolas envuelto en constantes escándalos, a propósito de un texto suyo que por azar apareció entre la multitud de las publicaciones de la red. No le agradó mi comentario crítico y se inició el asunto. Esto no me causó ningún problema, lo que me sorprendió fue su concepto estético, su jerarquización del lenguaje humano como fuente de entendimiento y comunicación. Él estableció, la “superioridad, por mucho” de la literatura (en general, no hizo ningún distingo entre verso y prosa) sobre la música. Desconozco su gusto musical, si tiene alguno.

Como la discusión no se transformó en debate sino en descalificación, desistí de darle algunos argumentos y sobre todo nombres de pensadores y artistas que establecen la prevalencia del lenguaje musical incluso sobre la mejor expresión literaria que es la poesía, por su cualidad de abstracción, comunicación y universalidad. Estamos hablando de hombres en la línea de Schopenhauer, Nietzsche, Camus y acaso Onfray (descalificado de manera radical este último por mi interlocutor). La música no necesita del auxilio de las palabras para expresar y comunicar (Borges ha hablado de esa dificultad de la poesía, la necesidad limitante, la recurrencia a un lenguaje y a distintas lenguas). Es más universal en este sentido una melodía de Mozart, Beethoven, Tchaikovsky o Gershwin que El poema de Gilgamesh, La Ilíada o Fausto. Para el caso mexicano, es más universal Moncayo que Rulfo.

En la misma semana, por otra parte, viendo una serie de cápsulas sobre el librero de los escritores, realizadas por la librería Gandhi, puse atención a un autor al que he acudido muy poco, Homero Aridjis. Me llamó la atención que hablara más de música que de libros. En particular, de una obra que lo ha acompañado durante toda su vida, todos sus viajes y estancias exteriores, L’Estro Armonico, Opus 3 (estro o inspiración armónica), de Antonio Vivaldi, compuesta en 1711. “Representa mucho para mí; me descansa cuando estoy tenso”, señala el poeta. Se trata de un ejercicio de doce sinfonías breves de no más de doce minutos la más prolongada. Algunos críticos consideran a esta obra junto con Concerti Grossi, Opus 6, de Arcangelo Corelli, como dos de las más influyentes dentro del barroco y en la música posterior, por supuesto. Bach mismo transcribió algunos de estos ejercicios de Vivaldi para el órgano, clavecín y cuerdas. En medio del necesario encierro ocasionado por el Covid-19, para aquellos que pueden tenerlo, me parece una buena ocasión escuchar las doce sinfonías del estro de Vivaldi.

De entre las varias versiones completas de la obra, he elegido la interpretada por la orquesta de cámara británica Academy of Saint Martin in the Fields, fundada por Neville Marriner; que la disfruten: