Actualmente, son más los estudios y análisis que tratan de los alcances y prevención de los efectos sanitarios del Covid-19, sobre los de cualquier otra arista del problema. Y eso está bien; salvar la vida y la integridad física de las personas debe estar sobre cualquier otra consideración. Pero precisamente por eso hay que estar atentos de otros efectos no deseados que vendrán con la pandemia. Ojalá la naturaleza humana fuera otra, pero la historia ha demostrado que el miedo puede ser también un objeto de comercio mediático y financiero, puesto que su propagación y efecto determinante en las acciones de la gente conllevan beneficios económicos para unos, y perjuicios para otros. Sin ir más lejos, y sin implicar que lo estén haciendo, no hay que pensar mucho para saber que ciertas empresas que fabrican artículos sanitarios, comida imperecedera y medios de comunicación oportunistas, se benefician de la histeria colectiva.

Michael Sendel, en su libro más popular, ¿Por qué hacemos lo correcto?, trata de forma temprana un dilema ético de mercado, precisamente tomando como supuesto el caso real de una emergencia, el huracán Katrina de 2005, que dejó más de cien mil millones de dólares en en daños materiales y, lo peor, más de 1800 muertes contabilizadas. Sus peores efectos se dejaron sentir en las Bahamas, Florida, pero sobre todo en la zona urbana de Nueva Orleans. Cabe mencionar que fue un hecho de desastre continuado, pues la mayoría de los daños y las muertes no se produjeron de manera inmediata con el golpe del huracán, sino a consecuencia de las subsecuentes inundaciones. El autor se pregunta si es ético que, en esa situación de catástrofe, desabasto e incomunicación, quien tiene oportunidad de vender bienes de primera necesidad, como agua potable y alimentos, tendría el derecho de aumentar los precios exponencialmente. La primera respuesta que nos viene a la cabeza en plena época de pandemia es que no. A todas luces constituye un abuso y una inmoralidad. Eso, empero, no es un argumento jurídico y ni siquiera económico. Le sorprendería a quien lee estas líneas el número de alumnos que, en tiempos de calma, están dispuestos a defender la postura de que sí, los precios en una emergencia deben subir, como una consecuencia natural de la oferta y demanda, y no hay más que hablar.

Este caso nos sirve, para empezar, como una reflexión acerca de la ética que se deriva de un sistema económico individualista liberal y capitalista (son las tres cosas juntas las que hacen esta combinación peligrosa). Necesariamente es una ética muy limitada, ceñida a mínimos legales (dejando la ética como una norma infra legal, de buena intención, en el mejor de los casos), que además se diseñan para proteger sobre todo la propiedad y la utilidad financiera, más que la vida o la salud o cualquier otro bien público. Para decirlo sin tapujos: el papel del derecho en la doctrina neoliberal es el de tener la suficiente fuerza para crear mercados y protegerlos, pero nada más. Esto hace que su concepto de ética esté ligado al de utilidad y óptimo económico, que termina siendo una tautología. Con o sin emergencia, los precios más justos son los que asigna el mercado sin intervención del Estado, y punto. Si son caros, demasiado caros como para evitar que la gente muera de hambre o sed, pues con la pena. Así es la competencia. Para quien piense que esto es una exageración, le exhorto a que revise cómo funciona la asignación de bienes y servicios privatizados, sin importar el sector, desde salud y vivienda, hasta energía y educación.

Los últimos días, Emmanuel Macron, titular del poder ejecutivo francés, dio una declaración poderosa en relación a las medidas para enfrentar el Covid-19. Dijo que emergencias como esta nos recuerda que los sistemas de seguridad social y el Estado de Bienestar no son cargas o costos que estorban al desarrollo, sino bienes preciosos que por ende deben quedar fuera de las reglas del mercado. Es una idea que vale la pena fijar en el debate público y no olvidar cuando pase la pandemia. En un mundo de derechos humanos, el mercado debe tener más límites que los que él mismo se fija, pues está en su propia naturaleza atender a criterios que no atienden ni la solidaridad social, ni la compasión, ni la empatía en general. La defensa del derecho universal a la salud, entre muchos otros, es ahora.