El día de ayer el subsecretario Hugo López-Gatell informó que el número de contagiados de covid-19 en México había cruzado desafortunadamente el umbral del millón, con un total de 1,006,522 casos positivos, 98, 542 defunciones y 750,190 personas recuperadas. De acuerdo a las cifras oficiales, la tasa de letalidad del virus en nuestro país oscila entre el 9.5 y 10%, mientras que el índice global según la Organización Mundial de la Salud se ubica alrededor del 2.4%. En otras palabras, la tasa de letalidad de México representa una de las más altas del mundo. Así ha sido desde el inicio de la pandemia, y las tendencias parecen seguir su curso.

Mientras las principales farmacéuticas mundiales como Pfizer y AstraZeneca compiten por el desarrollo de una vacuna que brinde un alivio a la población mundial que sufre diariamente los estragos de la pandemia, algunos médicos y especialistas han puesto en duda la viabilidad de la vacuna, derivado de un apresuramiento brutal en su experimentación. Mientras los fabricantes aseguran que permitirá la vuelta a la normalidad, escépticos especulan en torno a la conveniencia de la misma.

Por otro lado, más allá de los estragos económicos y sociales provocados por el virus, reflejados en la contracción de la economía mundial, en el alza del desempleo y el empeoramiento general de los niveles de vida de la población, el virus ha golpeado inclementemente contra sus víctimas y familiares, pues los enfermos hospitalizados son generalmente transferidos a áreas aisladas dentro del inmueble, y en consecuencia, no pueden ver a los suyos.

Los familiares, por su parte, se han visto enfrentados a días aciagos al desconocer el estado de salud de sus cercanos, mientras difícilmente tienen a su disposición un médico que les informe constantemente sobre la evolución —o involución— de la salud de sus seres queridos. Esta es quizá el rostro más duro de la pandemia; aquel que no tiene que ver con números o estadísticas, sino con la realidad de vivir a la espera de la llamada del médico o enfermero que lleve buenas o malas noticias.

El virus parece no ceder, no dar tregua. Por lo contrario, se ensaña. El mundo ha vuelto al confinamiento cuasi generalizado. Según fue anunciado hace unos días por la jefa de gobierno de la Ciudad de México, Claudia Sheinbaum, la capital del país retrocede irremediablemente hacia el odioso semáforo rojo, como resultado de la saturación de los servicios hospitalarios. Según se ha especulado, las autoridades capitalinas esperan el término del “buen fin” para declarar el cierre parcial de las actividades no esenciales en la ciudad.

Como resultado de las ofertas del fin de semana, miles de consumidores abarrotaron los centros comerciales, muchos de ellos con pocos miramientos hacia el aumento exponencial de los contagios. ¡Bien por la activación de la economía! ¡Mal por un posible incremento de los casos positivos dentro de los próximos días!

Mientras nos acercamos a las Navidades, el frío del invierno fortalece la resiliencia del virus a sobrevivir en superficies. Lo anterior, sumado a las enfermedades de temporada, amenaza con un ambiente decembrino cubierto de incertidumbre. Sin embargo, una buena parte de los resultados dependerá de que las autoridades ejerzan un liderazgo moral activo y que pongan el ejemplo en las medidas de prevención. Lo demás queda en las manos de los ciudadanos.