El término democracia es un concepto clásico de la Ciencia Política, cuya acepción incluye un conjunto de elementos que conforman – o no- el Estado-nación. La literatura coincide en llamar democracia al gobierno de las mayorías representadas en las instituciones del Estado, tales como la presidencia, el Congreso y la Suprema Corte. Esta clasificación es llamada democracia representativa.
Sin embargo, el concepto encierra mayores complejidades, pues la democracia implica le existencia de un sistema de pesos y contrapesos que facilite el respeto de la voluntad mayoritaria reflejada en las urnas. Un pleno respeto a la libertad de prensa, a la disensión, a la división de poderes, a la Constitución, al federalismo y a la organización de elecciones libres son rasgos fundamentales de un régimen democrático.
El día de ayer el Senado estadounidense confirmó a la jueza Amy Coney Barrett como la decimoprimera magistrada de la Suprema Corte de Justicia de los Estados Unidos, lo que ha representado un duro varapalo a la corriente liberal estadounidense, representada en el Partido Demócrata, y que buscaba remplazar a Ruth Bader Ginsburg con un personaje que continuase la línea de interpretación jurídica de la célebre jueza fallecida hace algunas semanas. Lo anterior, en medio de una elección federal que vaticina un triunfo importante de los demócratas sobre lo que aún resta del Partido Republicano de Ronald Reagan: un partido que es ahora minoritario y que coquetea con la extrema derecha arengada por Donald Trump.
La imposición de la jueza Barrett es una traición de la derecha estadounidense que no tiene precedente en la historia de los Estados Unidos; una traición contra la voluntad de las mayorías, reflejadas en la Cámara de Representantes y en los votos totales del Senado.
Si miramos hacia México, la democracia – o elementos de ella- parece existir en la presidencia de López Obrador, y en la representación mayoritaria de su partido en el Congreso, pero a la vez, se perciben atisbos de ataques tras las constantes acusaciones del presidente contra la prensa y la oposición, por medio de frases sencillas que calan profundamente en el imaginario colectivo, sobre todo, en su base electoral.
Adicionalmente, el reciente apoyo de la Suprema Corte a la consulta ciudadana en torno al juicio a expresidentes trasluce una posible cooptación de los jueces por parte del Ejecutivo federal; un presidente omnímodo presente continuamente en los medios, y quien dicta la agenda nacional.
México, tras su fundación como país independiente en 1821, aspiró a replicar elementos de la democracia estadounidense. Así lo hizo infructuosamente pues el camino hacia la plena democracia es un sinuoso derrotero que exige una arraigada cultura de la legalidad, educación y la consolidación de instituciones que velen por el respeto de la voluntad de las mayorías.
Hoy, a la luz de la evidencia, México y Estados Unidos adolecen de la ausencia de elementos torales de una democracia liberal. Mientras en el vecino del norte, el Partido Republicano secuestra a la Suprema Corte mediante estrategias carentes de legitimidad, en México el Poder Judicial parece someterse a la agenda política del presidente. Dos formas distintas de contravenir el espíritu democrático de las naciones.