El mundo celebra el arribo de Joe Biden a la presidencia de los Estados Unidos. Por un lado, el nuevo presidente representa atisbos de la vuelta a la ansiada normalidad, y por el otro, no sufriremos más las reacciones irracionales de Donald Trump, su desdén por los compromisos internacionales y la detestable narrativa nativista.

La algarabía alrededor de la victoria de Joe Biden no responde a la personalidad del presidente, pues el demócrata cuasi octogenario no posee el genio discursivo de otros personajes como Barack Obama, y mismo, de Donald Trump. Por el contrario, Biden no irradia un entusiasmo mayor, lo que se vio reflejado - sumado a la interdicción de reunir numerosas multitudes- en sus mítines políticos. Sin embargo, ante la exigencia global de volver a la preciada normalidad, Joe Biden parece representar algo de ello.

El presidente Biden inició sus primeras horas como presidente con la firma de una serie de acciones ejecutivas en diversas materias: la obligación de portar mascarillas en oficinas federales y otros espacios bajo la autoridad de Ejecutivo federal, el reingreso de los Estados Unidos al seno de la Organización Mundial de la Salud y al Acuerdo de París sobre el Cambio Climático, y en general, una serie de nuevas regulaciones que buscan proteger el interés general ante el embate de las grandes industrias.

¡He allí lo que es un buen gobierno! Un gobierno intervencionista que, en el marco de la Constitución y de las leyes, trabaja en favor de la protección del medio ambiente, apoya a los más desfavorecidos mediante subsidios que le faciliten el acceso a una cobertura médica (Obamacare) y, en general, un Estado capaz de conducir sus relaciones internacionales en concierto con otros países y organismos internacionales.

Atrás han quedado aquellos tiempos cuando el Estado quedaba relegado a garantizar exclusivamente el orden y la seguridad. Hoy, en medio de un contexto complejísimo provocado por el virus y la ralentización económica, el Estado debe recuperar los espacios perdidos ante las grandes transnacionales y los intereses de un puñado de empresarios. ¡Allí se encuentra el ideal del Partido Demócrata! En la búsqueda de un gobierno fuerte capaz de cimentar un terreno parejo donde los concursantes puedan competir libremente. Así fue resumido algún día por Chuck Schumer, hoy líder de la mayoría demócrata en el Senado.

En este sentido, los ideales del Partido Demócrata bien podrían asemejarse a la narrativa del populismo latinoamericano. Nada mas ajeno a la verdad. Si bien el discurso y la plataforma ideológica de ambas posturas podrían eventualmente coincidir en el diagnóstico (combate contra la desigualdad, pobreza, entre otros) la diferencia reside en que el populista – en la acepción latinoamericana- tiende a desdeñar el orden constitucional y a erigirse personalmente como el único personaje capaz de liberar al pueblo de su miseria.

El populista, a diferencia del socialdemócrata, no acata la ley, se cree la fuente de la justicia y se aprovecha de las debilidades estructurales para desmantelar el sistema de contrapesos; siempre, desde luego, bajo el lema del combate contra la pobreza y la desigualdad, en medio de una polarización social brutal provocada por el mismo personaje carismático.

En suma, resulta de enorme importancia distinguir dos modelos que coinciden exclusivamente en el diagnóstico. Por un lado, el Estado responsable de corregir los errores de mercado en pos del combate contra la pobreza y la desigualdad, y por el otro, el líder populista que busca deshacerse de los organismos autónomos, y que no ceja en su empeño de centralizar el poder, ya no en la presidencia, sino en él mismo.