Carlos Salinas de Gortari es uno de los personajes más controversiales de la historia reciente de México; se le halaga o se le denuesta. La legitimidad de su elección en 1988 ha sido reiteradamente cuestionada por políticos opositores, historiadores y periodistas, y ha sido objeto de debates, documentales y biografías a lo largo de los últimos treinta años.

Salinas de Gortari fue un hombre de su tiempo. Economista brillante educado en la UNAM y Harvard, fue un distinguido miembro de aquella pléyade de tecnócratas quienes pusieron en marcha los más ambiciosos proyectos de privatización de las empresas públicas, como resultado de los acuerdos alcanzados en el seno del consenso de Washington. Su gabinete estuvo integrado por destacados personajes como Fernando Gutiérrez Barrios, Manuel Camacho, Jaime Serra Puche, Ernesto Zedillo, Luis Donaldo Colosio, Pedro Aspe, Jorge Carpizo, Manuel Tello, entre otros; todos egresados de prestigiosas universidades estadounidenses: la era de oro de la tecnocracia mexicana.

López Obrador llama a Salinas “el padre de la desigualdad moderna”. El actual presidente de México acierta. Sin embargo, sus acusaciones merecen algunas acotaciones. Si bien es verdad que el proceso de privatización de las empresas públicas, tales como Teléfonos de México y TV Azteca, entre otros, condujo eventualmente hacia la acumulación atroz de capital en unas cuantas familias, recordemos que el neoliberalismo —inaugurado por Miguel de la Madrid y llevado a su cenit por Salinas— no fue una ocurrencia mexicana. Por el contrario, respondía a una novedosa corriente ideológica surgida en el contexto de la desintegración de la Unión Soviética y el fin de la Guerra Fría.

Por otro lado, no es secreto que Salinas representa, en el imaginario de López Obrador, la viva encarnación de la mafia del poder, de la corrupción y de los beneficios privados al amparo del poder público. AMLO le compara frecuentemente con Porfirio Díaz —otro villano en el imaginario lopezobradorista— pues al igual que el oaxaqueño, Salinas entregó los bienes de la nación a intereses privados.

A la postre, la evidencia empírica demostraría que la privatización de las empresas públicas permitiría, por un lado, la revitalización de los decadentes servicios de telefonía y de televisión, pero a la vez, la creación de monopolios hoy en manos de personajes como Carlos Slim y Ricardo Salinas Pliego, y con ello, la desigualdad económica más grave en la historia de México. Estos monopolios, a su vez, han capturado a las instituciones del Estado y han hecho imposible las reformas dirigidas a atenuar los efectos nocivos de la desigualdad.

En suma, López Obrador atina en ligar el sexenio de Salinas a la desigualdad rampante que hoy lacera nuestra democracia. Sin embargo, el consenso económico en torno al magro crecimiento económico y a la explosión de los índices de desigualdad como consecuencia de las políticas neoliberales —no exclusivamente en México, sino alrededor del mundo— sería alcanzado después de más tres décadas. Salinas, al igual que Margaret Thatcher y Ronald Reagan, cayeron en la trampa de la necesidad de retirar al Estado de la vida económica.

El juicio histórico de Salinas de Gortari no debe ser benévolo, pero a la vez, no es el que quiere encabezar López Obrador, pues según aseguran los historiadores, no vale hacer juicios extemporáneos con criterios distintos a los que motivaron las acciones en otros tiempos.

Por lo anterior, llamar a Salinas el “padre de la desigualdad moderna” tal como lo hace López Obrador frecuentemente en sus mañaneras, encierra medias verdades que merecen un debate de mayor seriedad. El “exiliado de Dublín”, “el hombre que quiso ser rey” o “el padre de la desigualdad moderna” son todas ellas descripciones que tienen un buen componente de autenticidad.