“Tengo la corazonada de que si Díaz Ordaz y Luis Echeverría hubieran sido personas más cultivadas, políticos intelectualmente más preparados, no hubieran decidido el genocidio. Los dos eran de una mediocridad conmovedora. Y lo tuvimos que pagar todos.” Reflexiona Federico Campbell de manera magistral. El hombre de poder sufre  una disociación de la realidad, se aleja de esta en pleno ejercicio de sus poderes. Se aísla y aquellos que lo rodean se encargan de que este alejamiento sea permanente. Su calendario está sobrepoblado de actividades, juntas congresos, viajes. La realidad es en la mayoría de las ocasiones una situación que no es en absoluto prioridad para él. No podría ser de otra manera. El hombre que lee es la antítesis del hombre de poder:  La lectura lleva a la abstracción y un hombre que intenta conservar su parcela de poder tiene tiempo para todo menos para eso, para retrotraerse, para ejercitar el pensamiento, en el sentido que le dan los intelectuales.

Y allí radica el valor del libro. El escritor intenta explicarse esta realidad desconfiando primero de todo aquello que huela a poder, lo abomina, aunque no por eso deja de verlo con un dejo de desprecio y fascinación.

Y esta fascinación lo obliga a escribir. Uno de los supuestos de la escritura es que el escritor puede escoger los temas,  cuando este supuesto es totalmente falso. Los temas, esos fantasmas, merodean la mente del autor pugnando por salir a la superficie, imponiéndose. Y la correlación entre escritura y poder es vieja. Maquiavelo escribió el príncipe en un corto periodo, explicándose y explicándonos los mecanismos por medio de los cuales se ejerce el poder. Un tras los telones que ha entretenido a los teóricos de la política hasta nuestros días.

Pero el libro no se limita al poder político. Los ricos son  poderosos de una manera diferente e imponen su calendario también,   F.Scott Fitzgerald lo explica en el Gran Gatsby: “Let me tell you about the rich, they are diferent from you and me”,  frase inmortal que apesta a realidad. Riqueza es sinónima de poder. Los recursos para hacer prevalecer las exigencias de los ricos pueden llegar a ser ilimitados en un país donde la compra de voluntades es totalmente asequible.

Y la variedad de los temas tratados es un valor agregado del libro aunque estos tengan el hilo conductor del poder. “Los zorros nos gobiernan, hay entre ellos una competencia secreta, ¿Quién es el más rico?” dice Campbell en el capítulo del  mismo nombre. Los zorros solo cambian de siglas. En el pasado eran JLP, LEA, CSG. Hoy son MFB, EGP, EPN. “En un país con normalidad legal el que alguien intente cerrar una calle sería un acto gravísimo”, dice al principio. El disfrute del poder no necesariamente se da tras unas paredes. Es agradable exhibirlo cerrando calles enteras, mandando traer un cabrito a la capital desde otro estado en un avión privado, con tal de que llegue recién hecho a la comida programada. Al fin de cuentas no hay distinciones entre los bienes públicos y los bienes políticos. Estos les pertenecen por  detentar el poder, porque siempre los robos entrarán en la normatividad. Habrá siempre una justificación para el enriquecimiento, que para eso se contrata a los contadores, todo se puede.

Y como hombre de letras , Federico reflexiona de nuevo acerca de las capacidades de nuestros hombres de poder:

“El problema de  nuestros gobernantes es que son individuos muy mal preparados. Todo lo delegan. No hacen nada directamente. No escriben ni una sola línea de sus discursos. Son los primeros en fomentar la cultura y la corrupción de los títulos, en un país donde todos se impresionan con los diplomas, aunque el poseedor del pergamino sea en el fondo un ignorante”.

Y no ha sido el único en ocuparse del tema. Gabriel Zaid ya lo había explicado hasta la saciedad en su inmortal De Los Libros Al Poder.

 Es en esa línea de reflexión donde el libro adquiere su espantosa actualidad. Políticos que simulan escribir libros, van y los presentan y encima son incapaces de citar a tres autores. Pero no los elegimos por su capacidad de lectura. Sus capacidades tienen que ser histriónicas. Se actúa, y por medio de esa actuación se convence. Las multitudes esperan que los poderes histriónicos del político los convenzan. Aldous Huxley lo explicó hasta la saciedad en su ensayo vuelta a un mundo feliz. Los actores nos gobiernan, y para muestra basta un botón. El país más poderoso del mundo escogió un actor como presidente. El sujeto en cuestión practicó para el papel que le fue asignado y lo dominó. De las películas de vaqueros saltó a las intrigas internacionales y su sonrisa telegénica le ganó un inmenso público. Ronald Reagan se convirtió en el paradigma del histrión hecho presidente. Y su contribución ha sido nefasta.

“Un hombre culto, versado a fondo en la historia del pensamiento político no hubiera metido la sangrienta pata hasta donde la metió”. Pero seguimos eligiéndolos. El poder se alimenta del poder, el poder es una droga, el poder es afrodisiaco dice  Henry Kissinger. Y en el otro extremo se sienta Cioran, el más profesional de los pesimistas:  Creo que el poder es malo, muy malo.

Y Campbell abreva de la tradición Cioranesca. Su pesimismo se acentúa con la edad, sus palabras suenan tan actuales, que basta cambiar los nombres de los hombres del poder para hacer una versión salida del horno.

Y del pesimismo nace la claridad. Un pesimista es un optimista bien informado, el escritor que ha conocido de cerca a los hombres de poder ( los hombres de letras y los hombres de poder muchas veces tienen carreras paralelas, en ocasiones se complementan otras se abominan) no deja de preguntarse que tiene el poder que se convierte en una adicción, en una psicopatía, en un placer que una vez probado puede ser como una droga. Y alerta a la humanidad sobre ello.

Y es ese pesimismo lo que le da sentido a la vida y lo convierte en el opuesto del político. El escritor escribe para ser inmortal. El político vive en la inmediatez. Y los nombres de los políticos seguirán cambiando,  mientras el de Campbell se quedará cuando los grandes tiranos de derrumben como si fueran un montón de piedras.