Necesitamos acordar la creación y utilización de nuevos indicadores económicos, además de someter a la prueba del añejo muchos de los que ya tenemos, y que se hicieron para un mundo que ya no existe. 

El mundo occidental se ha habituado a auto diagnosticarse con base en una serie de indicadores socioeconómicos que requieren, por lo menos, de una revisión profunda, para ser complementados por otros que nos permitan leer de mejor manera una realidad social que ya no tiene mucho que ver con aquella para la que fueron diseñados. Algunos de ellos fueron diseñados a raíz de la crisis de 1929, y otros en el marco de la recuperación económica de la segunda guerra mundial. El entorno cuenta con elementos que en esa época no podían haberse previsto.

Jonathan Swift nos narra, en sus viajes de Gulliver, que en uno de sus destinos el héroe llega a un lugar conformado exclusivamente por intelectuales (filósofos y científicos naturales, diríamos hoy), cuya visión les permite ver hacia dentro de sí mísmos o más allá del horizonte. Pero todo lo que está enmedio, es para ellos ininteligible. La poderosa metáfora de la ineptitud práctica es complementada con una burla sobre su geometría; para que tenga utilidad, cortan los objetos del mundo a sus formas preconcebidas, en lugar de adaptar sus mediciones a lo que realmente existe en la naturaleza. 

Esta maravillosa exageración tiene una vigencia inusitada, puesto que nuestra era se caracteriza, entre otras cosas, por una compulsión para medirlo todo y, supuestamente, demostrarlo todo con cifras, sin que muchas veces seamos conscientes de la carga ideológica y política que tiene un instrumento de medición, que siempre es diseñado bajo ciertos supuestos, que asumen una interpretación específica de realidad deseable y no otras. Es inevitable. Al ser una construcción social, ideas como el progreso, el bienestar, la felicidad, y otras semejantes, presuponen una intencionalidad en su comprensión y constatación. Es normal, pero más nos vale tenerlo en cuenta a la hora de juzgar nuestro presente, pues con base en ello se toman decisiones colectivas profundas, se aprueban o derogan leyes, se invierte el dinero público en unos proyectos en lugar de otros, y los inversionistas se van de un país o se quedan; no es poca cosa. 

El desarrollo de las ciencias sociales, entre ellas la economía (a veces se olvida que a ese campo pertenece, por su tendencia a convertir argumentos en ecuaciones) ha permitido nuevas posibilidades de observación de fenómenos socioeconómicos. La generación de información estadística en la mayoría de los países, es un ejercicio que permite evaluar modelos, acciones y gobiernos. Los indicadores son parte, así, no sólo de la ciencia sino de la transparencia, de la rendición de cuentas que permite juzgar el éxito o fracaso de una administración. Y no está mal, es bastante mejor que un rumbo o un diagnóstico basado en meras intuiciones. Dicho lo anterior, los instrumentos y resultados con los que se interpreta una realidad específica, presuponen la discriminación de cierta información para destacar otra. 

Uno de los ejemplos más utilizados los últimos años, es la eficacia del PIB como argumento de autoridad para juzgar años o décadas completas de progreso o atraso. Un think tank dedicado a los estudios del desarrollo en la región, el Centro Estratégico Latinoamericano de Geopolítica (CELAG), cuenta con documentos de trabajo que destacan algunas críticas fundamentales: sólo mide si un país ha crecido entre períodos y en comparación con otras economías; su utilización como medida de bienestar es engañosa, pues asume que el ingreso per cápita es uniforme; no contempla la economía informal, e ignora el costo ambiental que representa para los países la extracción y utilización de combustibles fósiles. A eso agregaríamos nosotros, como lo ha dejado de manifiesto un estudio del Banco Interamericano de Desarrollo, la invisibilidad que durante años ha tenido el desarrollo del ecosistema de economía digital, cuando más del 10% de los bienes totales que se comercian en el mundo estaban fuera del radar de los gobiernos, por la dificultad para regular, monitorear y controlar el comercio electrónico.

Las consecuencias de utilizar ese indicador, sin contexto ni matices, saltan a la vista. Las últimas décadas han visto una concentración de la riqueza en la mayoría de los países que apostaron por el libre mercado, por lo que puede confundirse desarrollo con mero crecimiento, y la informalidad económica, que tradicionalmente se asocia con subempleo o evasión fiscal, hoy tiene como parte de sus números a una generación de jóvenes que no tiene empleos formales porque no quiere, debido a que privilegia metas económicas y formas de vida distintas a las de sus padres, que requieren para su viabilidad de mayor libertad en la utilización de su tiempo y de su dinero. En este sentido, no importan los esfuerzos que haga un gobierno para introducirlos a un mercado laboral tradicional, con todo y su cotización en el sistema de seguridad social; mientras mayores oportunidades haya, estas personas menores incentivos tendrán para formalizarse. Y es una decisión de vida, no una discriminación estructural.

En lo que respecta al nivel de discusión pública, los indicadores también se podrían servir de una revitalización. La utilización de números y cifras sin contexto y sin voluntad de diálogo para su interpretación, dan lugar a violentos ataques y defensas de proyectos políticos, por parte de autoridades e inclusive ciudadanos de a pie. En una situación digna de fantasía distópica, las personas se vuelven los instrumentos de los indicadores y no viceversa. No hay que olvidar para qué fueron creados, a saber, para que las sociedades podamos discutir con mayores elementos en qué estamos mal, y cómo podríamos estar mejor. Habría que empezar por ahí.