La democracia es una vieja creación humana que destroza la realidad de la naturaleza y las reglas de la lógica. No gobiernan los mejores, ni los más sabios, ni los prudentes, ni aquellos que poseen las mejores cualidades éticas y mucho menos los eruditos; gobiernan aquellos que en la competencia saben ganar los votos de la mayoría. La democracia como parte de la política se sujeta antes que nada a la voluntad de poder; un poder que proviene directamente del voto de aquellos que tienen la cualidad de ciudadanos en la República.
Mentes brillantes a lo largo de la historia han desconfiado de la democracia (Sócrates, Platón, Aristóteles, Hobbes, Nietzsche) por su proclividad a la demagogia, a la degradación, corrupción o manipulación de la voluntad popular, con el único objeto de que unos cuantos alcancen el poder político. En la democracia, más que en cualquier otra forma de ejercicio de poder, se apela a los prejuicios, las emociones, los miedos y a la esperanza de la masa, para ganar su voluntad, siempre mediante el uso de la propaganda y la retórica.
Por eso, la democracia a secas e ingenua siempre fracasa y da paso a la dictadura. Para que la democracia prospere, es necesario que la voluntad general se traduzca en reglas que protejan al ideal democrático: la descentralización y el control del poder mediante la creación de derechos para los gobernados y obligaciones para los gobernantes. La única forma conocida, hasta el día hoy, que garantiza la protección del ideal democrático (la soberanía popular) es el Estado de Derecho, el acuerdo político mediante el cual el conjunto de voluntades decide someterse al orden constitucional y legal para crear instituciones, sin instituciones no hay Derecho posible. La democracia no ingenua, sitúa a las instituciones y al Derecho por encina de la voluntad de la masa y arriba del interés de quién gobierna.
Problema central de la democracia naif es su creencia en el bien absoluto, idea que está más allá de cualquier razonamiento lógico y de toda la experiencia histórica, el bien común es un mito. No se gobierna para el bien, sino para el interés político que hace posible la efectividad ideológica.
Para que la democracia perdure, la ética democrática debe, en primer lugar, situarse arriba de la voluntad popular y como cimiento del Estado de Derecho. La libertad, la igualdad, la seguridad y la fraternidad son los principios éticos que le dan sentido a la democracia, sin ellos la democracia fenece, incluso bajo el imperio de la voluntad general.
La democracia moderna a diferencia de la democracia griega, es kantiana e ilustrada “la conducta es buena o justa cuando está determinada por normas que los hombres actúan, pueden o deben desear que sean obligatorias para todos” Kant.
La experiencia del siglo XX ha demostrado la falacia y la necedad de los absolutos: la lucha de clases, la religión y el dios único, la madre naturaleza, la raza superior, el cristianismo, el islam, el mercado y la democracia a secas.
La justificación posmodernista de los derechos fundamentales está en el reconocimiento de la otredad (la comunidad de individuos diferentes), en el respeto comprometido a deberes para el ejercicio de derechos, ello solo es posible en el Estado de Derecho que custodia a la Democracia.
“Si la democracia es una forma de gobierno justa, lo es cuando significa libertad y libertad quiere decir tolerancia” por ello “la democracia no puede defenderse renunciando a sí misma”: Kelsen
La democracia es a la libertad, lo que la tolerancia es a la responsabilidad. En las formas de gobierno, solo la democracia asegura a la libertad como tolerancia si y solo sí se sujeta a reglas y principios. La democracia que es dictadura del pueblo es demagogia.
El siglo XXI nos impone nuevamente el viejo dilema de la representatividad democrática y la segmentación ideológica encarnada en los partidos políticos. Fuera de ambas, lo que la gente demanda es igualdad frente a la libertad de mercado, lo que los políticos ofrecen es competitividad y globalización económica que ha dejado enjambres de excluidos que tienen capacidad de voto, pero no razonabilidad de voto. Por eso, como antaño, no ganan los políticos que expresan razones, sino los demagogos que apelan a las emociones.
El reto. Los demagogos siempre caminarán dentro del espacio democrático, es un hecho irremediable por más que se quejen los ingenuos impugnadores del populismo. Han estado en el pasado, están hoy en día y estarán en el futuro. La disyuntiva a la que el régimen democrático debe responder es:
¿Cuánta voluntad popular y cuanto control institucional para subsistir?
¿Es la democracia un régimen tan naif, que es capaz de sabotear sus propios principios y fundamentos, a cambio de darle la razón absoluta al pueblo y otorgarle el poder absoluto a un tirano como Teágenes, Hitler o Donald Trump?
He aquí el dilema que las instituciones, de la Nación creadora del sistema constitucional democrático, deben responder y resolver ante la opción de haber votado a un populista demagogo de derecha.