El buen maquillaje mediático de Peña Nieto lo llevó a colocarse en la grupa novelesca de la imaginación. Al candidato le asistió la fortuna de la imagen y la representación clara en la mente de gran parte del electorado de la confianza. Una elección presidencial es, después de todo, la entrega esquematizada y diseccionada de propuestas. Peña Nieto no entregó ninguna memorable pues su estrategia no se basó en el verbo sino en la sombra: una silueta apenas dibujable, una voz a duras penas audible. Su mensaje fue una especie de entrega masiva pero incierta: ¿qué propone el candidato?

De confirmarse su triunfo, queda la duda de si el PRI puede seguir madurando en el huerto del vacío o apurarse para asistir a la cita de lo concreto. No sabemos si esperar a un Presidente débil rodeado de grupos de poder que le dejen poco margen de maniobra, o a un Presidente robusto cuya oquedad quede en mera hipótesis. El PRI supo construir a lo largo de seis años un espacio propio de oposición. Detuvo cuantas reformas tuvo a la mano porque supo medir los tiempos de la ciudadanía: quisieron asumir el costo electoral de ser señalados como una barrera legislativa a cambio de no ser sacrificados como una alternativa política. Sabían que el sexenio de Calderón iba a desgastarse, e intuyeron que la primavera de AMLO sería señalada únicamente por sus más fervientes seguidores.

Y entonces apareció Peña. El hombre que apuntaló la victoria del PRI no solamente supo disciplinarse ante lo que su equipo le recomendaba sino ajustarse a lo que la cámara le pedía. AMLO no quiso o no supo darse cuenta que una buena relación televisiva atraería mucho más votos que el coctel abigarrado de conspiraciones. Una democracia mediatizada es una olla bullente de ángulos y opiniones. Nada importa tanto como las luces. El micrófono resulta ser el aspecto más importante para la voz. La entrevista, la esquina más ferviente de comunicación.

La muestra hueca de sus propuestas; la presencia pulcra de su cara y la escenificación pública de su vida lo llevaron a las primeras planas. Los famélicos por lo privado exigieron de los medios una campaña que orbitara en lo digerible, y lo obtuvieron. Incluso los escándalos como el de Paulina Peña lo encumbraron en un espacio que estaba más allá de la política: Peña podría ser el primer Presidente abiertamente manufacturado. Embotellado, etiquetado y puesto a la venta. La política asiste a la muerte de la propuesta específica para ceder el espacio a la operación de la propaganda. La lógica del sistema está en presentar una imagen bien colocada que se reproduce porque así lo demandan y lo quieren los electores. El culto mediático de Peña está en la prensa rosa, el de AMLO, en un ideal. El único rasgo positivo de la elección mediatizada está para los medios de comunicación: han logrado que los centros de poder y relevancia política se trasladen hacia ellos como una forma efectiva para alcanzar popularidad.

 Sonreír no es la mejor forma de gobernar. Las negociaciones no se hacen frente al estudio televisivo y las reformas se ganan primero entre políticos. La variante exógena de este proceso está en la presión que los medios pueden ejercer para que las decisiones se tomen en determinado sentido. El candidato ya no estará situado en la comodidad de la crítica sino en la rispidez del liderazgo. Es decir: el punto diferenciador del candidato en la campaña ya no  puede ser el del Presidente en el gobierno. Ya en la silla tendrá ante sí la decisión de extender su campaña en Los Pinos o entender el malestar generado por su partido. No podrá convencer a quien le molesta siquiera hablar de su preferencia partidista, pero sí a quien se aboca a pensar que la política no implica encasillar colores, sino saberlos combinar.