Aunque la apertura formal del Teatro del Palacio de Bellas Artes fue el 29 de septiembre de 1934 con la puesta en escena de La verdad sospechosa, de Juan Ruíz de Alarcón, y Tosca, de Giacomo Puccini, fue la primera representación operística el 22 de enero de 1935, años antes, en el otoño de 1919, el teatro tuvo una simbólica y mítica inauguración en la prodigiosa voz del tenor napolitano Enrico Caruso. La sonora, casi grandilocuente palabra del admirado tigre poeta, Eduardo Lizalde, lo relata para nosotros: “visitó la enorme obra negra del Palacio, aún sin cúpulas, y ensayó su voz egregia en el recinto inacabado como para glorioso bautizo del futuro máximo foro mexicano” (Ópera en Bellas Artes. José Octavio Sosa, Conaculta/INBA, 1999).

Y uno se pregunta, ¿qué hacía en México el legendario tenor en una época en que, si bien en relativa calma bajo el gobierno de Venustiano Carranza, se desplegaban en los campos, pueblos y ciudades las ráfagas de la revolución aún inconclusa? Sobre todo, porque según se lee en las propias cartas a su esposa, Dorothy Park Benjamin, Caruso padecía la lejanía de la amada; le comentaba sí, sus dificultades y triunfos, pero no sin el sabor de una nostalgia marcada. En las cartas incluidas en las dos biografías que Dorothy escribió sobre el marido (que me ofreció la biblioteca pública de Nueva York al inicio de mi estancia en la ciudad), se cuenta la ruta de la gira iniciada en el verano de 1919 en Estados Unidos y que llega a México por tren el 22 de septiembre, así como el deseo de volver pronto al hogar, a Nueva York con la nueva esposa y la hija recién nacida; al cariño. (Cartas que me hicieron recordar las dolientes aunque a veces juguetonas palabras de Silvestre Revueltas desde París a su Angelucha, en la Ciudad de México, sólo que desde la desolación, la impotencia y la angustia de la miseria).

¿Qué hacía Caruso en el otoño de 1919 en México? Había sido contratado para cantar una combinación impresionante de ocho óperas en un mes. De acuerdo al registro de Octavio Sosa: L’elisir d’amore, de Gaetano Donizetti (septiembre 29); Un ballo in maschera, de Giuseppe Verdi (octubre 2 y 12); Carmen, de Georges Bizet (octubre 5); Samson et Dalila, de Camille Saint-Saëns (octubre 9 y 19); Marta, de Friedrich von Flotow (octubre 16); Pagliacci, de Ruggiero Leoncavallo (octubre 23); Aída, de Verdi (octubre 26); y Manon Lescaut, de Giacomo Puccini (octubre 30), más un concierto en su honor. Un total de once funciones en los escenarios de los teatros Arbeu y Esperanza Iris y la Plaza El Toreo (información en “Hace 80 años cantó Caruso en México”; José Octavio Sosa, Revista Pro-Ópera, noviembre-diciembre de 1999).

Visita de 40 días que causó sensación en la Ciudad de México. Y es que Caruso era un fenómeno no sólo artístico, también fonográfico; era celebridad internacional. Algunas de sus presentaciones en El Toreo serían actos masivos de miles de espectadores. Un día después de su llegada, El Universal publicó su autorretrato en caricatura, ya que también era un estupendo dibujante. El tiempo le alcanzaría para divertirse y conocer la ciudad en el auto de lujo que fue puesto a su disposición. Existen fotos que registran un paseo por Xochimilco. Colocó la primera piedra del que sería bello y legendario cine Olimpia (lamentablemente destruido). Amanecía sus días en una mansión ubicada en Bucareli. Se vistió de charro, probó pulque (o simuló, juguetón, que lo hacía junto a la contralto Gabriella Besanzoni; como se admira en las fotografías), comió quesadillas, enchiladas y tortas; era un glotón. En algún momento fue invitado a visitar la gran edificación en construcción, el Palacio de Bellas Artes todavía en obra negra. Fue cuando de su garganta intemporal prorrumpió la simbólica y mítica inauguración del teatro. Y considerando el temperamento eufórico del tenor, es imaginable verlo haciendo bromas al momento de su acto.

Pero siendo una superestrella de la ópera en Nueva York, sin apuros económicos, extrañando a la mujer y con una hija a punto de nacer, ¿por qué aventurarse a una gira tan prolongada? Habría que decir que se juntaron a un tiempo varios elementos para hacer posible el acontecimiento histórico. La tradición operística de la Ciudad de México iniciada desde bien temprano en el siglo XIX, cuando solían venir compañías italianas de ópera (como atestiguan los testimonios históricos y esa extraordinaria novela que es Los bandidos de Río Frío, de Manuel Payno), el hecho de que, según los registros también, al tenor le gustara no sólo el arte del canto, también el del dinero, sabía hacer negocios con su expresión artística y las grabaciones, y que aprovechaba, en fin, tanto la celebridad como el periodo de vacaciones antes de iniciar una nueva temporada en el teatro Metropolitan para realizar jugosas giras. En 1915 había llegado hasta Argentina, Uruguay y Brasil (en el barco a Brasil, Enrico conoció a Carlos Gardel, que cantó para él; y quien por cierto, ya había grabado también en 1912), y todavía iría a Cuba en 1920, pocos meses antes de su inesperada y prematura trágica muerte.

Grandes artistas han llegado a México y al Teatro del Palacio de Bellas Artes en particular. La vocalidad extraordinaria del papá de los tenores “modernos” y fundador de una nueva época en el canto (con Francesco Tamagno como precursor), probando las posibilidades del futuro escenario, acaso fue el presagio de actuaciones proverbiales y la presencia de otras leyendas operísticas por venir. En particular, las de Giuseppe di Stefano y Mario del Mónaco junto la heroína transformadora de la ópera en el siglo XX, María Callas.

Pronto se cumplirá el centenario de la vida de Enrico Caruso en México. Tal vez haya ocasión de celebrarlo en septiembre de 2019 en memoria de un momento que uniría para siempre a un artista de excepción al espíritu de un escenario asimismo excepcional. Acto fortuito que se convertiría, además de histórico, en mítico.

P.d. Texto-Obertura del libro De Caruso a Juan Gabriel (Cultura en México de 1995 a 2016), de Héctor Palacio, próximo a aparecer.