Estoy harto que todo lo que leo en los diarios y escucho en las noticias sea referente al presidente del país vecino o a la violencia del narco. Es por ello que en esta ocasión me quiero ocupar de algo que atañe al gremio que pertenezco.
La semana pasada, en la festividad de San Valentín, me preguntaba qué es lo que ama un abogado de su profesión.
Tengo la sensación de que pocos abogados están enamorados de su profesión. Les ayuda a sobrevivir, da sentido a su vida profesional, mantiene su mente ocupada, pero enamorados, enamorados, creo que muy pocos.
Aquello de los pleitos de resonancia pública, defensas de tribuno con aplauso general, conseguir un mundo más justo, gran fortuna o reputación global son más propios de las películas o de los sueños de recién graduado. La realidad se ofrece sin máscaras, y aunque hay abejas reina, la mayoría de los abogados son laboriosas abejas obreras que se mueven con estrés en una atmósfera de zumbido de la colmena forense.
De hecho, el otro día hablaba con un abogado veterano y se lamentaba de tres cosas. De que su esfuerzo no se veía correspondido con la atención y diligencia que esperaba de los jueces. De que muchos clientes creen en la cultura del “casi gratis total”. Y de que el compañerismo con sus colegas dejaba mucho qué desear.
En cambio, otro abogado de talante más optimista me aseguraba que es feliz porque está en un punto de su carrera en que puede elegir sus clientes y disfruta con la especialidad elegida del Derecho, aunque también me confesó que “su” rama del derecho es como estar enamorado de una jovencita rebelde, que nunca conoces a fondo y que le gusta el amor libre.
Por eso pienso, aunque cada uno conoce su historia y mirándose al espejo sabe si se siente realmente feliz y enamorado de su trabajo, que es difícil estar enamorado de la profesión de abogado ya que el amor reclama exclusividad, fidelidad y sensibilidad. Pasen y vean…
1. La exclusividad es difícil pues sacrificar familia, sueños y ocio para llevar pleitos, acaba cobrando factura a la salud y calidad de vida. La fidelidad es imposible en el actual mundo jurídico donde el derecho se vuelve líquido y la seguridad jurídica quebradiza, donde lo que ahora parece seguro mañana nos sorprende con lo contrario, donde la misma norma que hoy nos da la razón jurídica, mañana nos la quitará en otras sentencias. Y la sensibilidad en el mundo jurídico no está ni se la espera, porque las leyes son frías y las sentencias gélidas. La cosa juzgada no entiende de sentimientos ni emociones. El cliente reclama ganar el pleito y no le importan estrategias ni heridos. El juez resuelve el litigio, con la venda de la alegoría de la justicia, sin mirar lo que hay más allá de la norma.
Además hay más frío en el mundo jurídico con la irrupción de lo electrónico, donde la rapidez y los teclados y la justicia sin papeles se están convirtiendo en la “justicia sin palabras”, sin contacto humano.
Inhumano, demasiado inhumano.
2. Lo que sí he percibido de muchos amigos abogados son los momentos felices de la profesión. Porque la felicidad y el amor tienen eso en común: son difíciles de alcanzar como son soñados, como meta persistente y a tiempo completo. Hay infinidad de momentos felices y momentos de enamoramiento que nos hacen sentir únicos. Momentos de enamorado en que el abogado no ve por otros ojos que por los de la profesión.
Cuando se puso la toga por primera vez. Cuando ganó aquel pleito difícil. Cuando aquel humilde cliente le dedicó aquella mirada de gratitud y palabras sentidas por haber vencido en un litigio menor. Cuando el juez le dedicó en sentencia unas breves líneas en que valoraba su esfuerzo y acogía literalmente su alegato. Cuando aquel extranjero comprendió que ya no sería expulsado del país. Cuando aquella mujer se sintió libre del maltratador. Cuando aquel tetrapléjico se fue con un cheque sustancial que no compensaría aquel error médico pero su familia no quedaría en la indigencia. Cuando aquel ganadero conservaría su cabaña evitándose su expropiación. Cuando consiguió que aquella familia durmiese tranquilamente tras conseguir la insonorización debida del ruidoso bar vecino. Cuando siendo abogado de oficio consiguió que su cliente saliese dispuesto a no volver a delinquir. Cuando logró salir indemne de una reunión de una comunidad de vecinos en pie de guerra. Cuando celebró con sus compañeros un relajado almuerzo contando anécdotas de aquel insólito litigio que les absorbió su tiempo.
También hay momentos de signo inverso con decepciones a golpe de sentencias desfavorables, clientes ingratos o negociaciones inútiles, como hay frases que todo abogado odia de su cliente.
3. En mi caso, creo que el derecho es como un veneno que genera adicción. Te da sorpresas pero no puedes dejarlo. Y eso pese a que la Justicia es una meta inalcanzable ya que lo máximo a lo que puede aspirar el juez es a dictar algunas sentencias que sean justas y percibidas como tales, y lo máximo a lo que puede aspirar un abogado es conseguir esa victoria jurídica que hace recobrar a su cliente la confianza en la justicia. Fuera de ahí, habrá mucho de juego, mucho de técnica jurídica, mucho de “corta y pega”… pero justicia o Justicia con mayúscula, en pocos casos.
Lo cierto es que el Derecho no da la felicidad, pero sí la vida vivida sorbo a sorbo.
En esta ocasión quisiera referirme a las aficiones que tuvo el emperador que gobernó México cuando era Nueva España, en los últimos días de su vida. Carlos V se retiró a Yuste para disfrutar de los últimos meses de su vida en 1557 tras dejar la sucesión del imperio español a su hijo Felipe II. En dicho monasterio cacereño el anciano emperador se dedicó a las grandes aficiones que le permitían la edad y la salud: comer copiosamente (perdices de Gama, longanizas de Tordesillas, ostras francesas…), dar cuerda y poner en hora su colección de relojes y entretenerse con sus alambiques de destilación. De mujeres se abstuvo, que a bastantes había atendido en su juventud. En su retiro físico y espiritual se hizo acompañar del más célebre ingeniero de su tiempo: el italiano Juanelo Turriano, más conocido como Juan de Cremona. Como buen gantés, Carlos V de Alemania y I de España fue muy aficionado a los inventos de la mecánica: naves impulsadas por palas, molinos de viento, telares, norias, relojes, astrolabios, autómatas y carillones que le recordaban las campanas de su ciudad natal.
El primer ingenio de Juan de Cremona que alcanzó fama universal fue el reloj astronómico que marcaba las horas del sol y de la luna, conocido como “Cristalino“, en el que tan solo empleó tres años y medio en su confección (tenía 1.800 piezas). También inventó un autómata de madera que sabía ganarse el pan con la misma picaresca de los funcionarios de la corte. Entre otras obras de ingeniería hidráulica, Cremona construyó el Canal de Colmenar, un pantano en Tibi (Alicante) y numerosos molinos; además de un complicado artificio para subir el agua del río Tajo a la ciudad de Toledo, considerada la mejor obra de ingeniería de su siglo.
Y se dice que el propio Carlos V colaboró con ilusión en sus inventos, ayudándole a construir un molino de hierro en miniatura. Entre los pocos restos que quedan de la obra del ingeniero italiano, todavía podemos disfrutar de cuatro grandes monolitos cilíndricos de granito, labrados en la cantera de Orgaz (Toledo), que están situados a medio camino entre el Valle de los Caídos y la entrada al recinto. En el retiro de Yuste, Cremona le construyó al emperador algunos de sus juguetes preferidos, como un grupo de pájaros mecánicos que volaban y cantaban, conducidos por un cable a distancia.
A la muerte de Carlos V, Juan de Cremona continuó al servicio de Felipe II, que le nombró Mathematico Mayor, porque era también uno de los mayores expertos de su tiempo en cuestiones de aritmética. Colaboró en las observaciones de los eclipses y participó en la reforma del calendario gregoriano. También diseñó las campanas del monasterio de El Escorial, pero ni siquiera estos servicios le valieron para ser respetado por la Inquisición, de la que se salvó solo por intervención real. Juan de Cremona murió en 1585, en la indigencia, y fue enterrado en el convento de los monjes del Carmelo en Toledo.