El 14 de septiembre de 2010 por la tarde fui a la Plaza de la Constitución, al Zócalo. Como había ya empezado a colaborar en SDPnoticias desde febrero de ese año, publiqué una nota (desaparecida de la web en un aparente jaqueo al portal en 2011) que osciló entre la abatimiento y la posibilidad de la esperanza. Desde el fraude en 2006 y una vez declarada la guerra contra el narcotráfico, el país se anegó de violencia y sangre. Los espacios públicos que antes fueron abiertos para todos, como el Zócalo, fueron tomados por el extinto Estado Mayor Presidencial o la Policía Federal por órdenes de Calderón (por supuesta seguridad, pero también por el temor a las protestas a su condición de presidente ilegítimo; no tuvo comunicación con el pueblo). Se rodearon de vallas metálicas altas. Todo fue sombrío. Ese 2010 regresaba yo del extranjero y al recorrer las calles del Centro Histórico confirmé un estado de sitio de facto. Este fenómeno se extendió más o menos en la misma tónica durante el gobierno de Peña Nieto. Todavía en junio del año pasado, el Zócalo fue negado para el cierre de campaña del hoy presidente electo. El recorrido de ese año que comencé en el Monumento a la Revolución y llegó al Zócalo, terminaría en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco, sitio en que se daría El Grito de Independencia a cargo de la resistencia civil pacífica encabezada por Andrés Manuel López Obrador.

Este 14 de septiembre de 2019 tenía planeado hacer un recorrido a la inversa, de Tlatelolco al Zócalo, para confirmar que este último espacio y en general todos las áreas públicas han sido recobradas para y por la gente. Escribiría una nota cotejando septiembre de 2019 con 2010. No obstante, un fuerte resfriado me impide hacerlo. Pero ni duda cabe que este año la celebración del Grito de la Independencia vibrará como pocas veces en su historia. Porque estamos viviendo, no sin obstáculos y resistencias, un proceso de cambio importante, acaso trascendente, en la vida nacional. Y el pueblo está optimista. Como no podré hacerlo, aprovecho la ocasión para reproducir aquí aquel texto de septiembre de 2010:

 

Por Héctor Palacio

Recién llegado a la ciudad de México, decidí recorrer algunas de sus calles. Naturalmente que el Centro Histórico es visita obligada. Descendí del metrobús cercano al monumento a la Revolución bajo la copiosa lluvia vespertina. Dando saltos y quiebres esquivé los charcos y las obras que allí se realizan, supongo que para la celebración de Centenario. Caminé sobre Reforma y recordé con cierta melancolía el plantón de 2006. Sobre todo cuando ya en Juárez pasé junto al Hemiciclo. Luego, Bellas Artes, también en trabajos de remodelación. Presumo que reinaugurarán el teatro para los mismos festejos bi-centenarios que se aproximan. Crucé el Eje Central, ex Niño Perdido, y de lleno me vi en la embocadura de Francisco I. Madero, calle que han convertido en peatonal. Acostumbrado al declive cuando circulaban los autos, me sorprendió la altitud de lo que antes era la calle y ahora iguala a la banqueta. Esto definitivamente altera la perspectiva. Se ve más claramente el Zócalo a la distancia, pero algo se extraña del cauce anterior. No sé si sea cuestión de acostumbrarse a la nueva condición de la vía o es que en realidad el cambio de perspectiva afecta el ánimo también. Lo curioso es que modificaron el diseño del pavimento anterior así como el color (ahora es amarillento tendiendo al naranja), pero más curioso es que no hayan renovado la acera. El plano luce desigual en color y condición. La calle nueva, la banqueta vieja y los colores disparejos.

No era mucha la gente caminando por la tarde. Quizá por la lluvia. Quizá por el “puente”. Tal vez por el hartazgo. Lo evidente era que se organizaban ya los bloques de policías. Los retenes. Al mirar hacia algunas azoteas pude distinguir movimiento si no totalmente extraños, al menos inusuales. Ciudad sitiada, eso sería mañana.

Desembocar al Zócalo me pareció como arribar a la desolación. En el medio de la gran plaza, una enorme muralla que aparta a la gente del centro de la plancha. La rechaza. La excluye. La repele a manera de acción centrífuga. Una zona que siempre fue de los ciudadanos, se ha amurallado, se le ha secuestrado para hacerla exclusiva de los intereses de una decisión autoritaria y en algún sentido fascista. Mucha gente rodeaba a la opaca muralla de más de dos metros de altura. El caso es que desde fuera no se alcanza a ver sino las torres metálicas de los equipos de sonido y las pantallas (las televisoras preparando su jugoso negocio, su show), y el desencantado diseño de los adornos alusivos a la fecha prendidos sobre las fachadas circundantes. Se hacían al momento pruebas sonoras que se escuchaban lejos del reconocimiento de los oídos y el entendimiento de los rostros sorprendidos. Rostros de mexicanos excluidos. Los rostros del Zócalo frente a vallas, policías y la barda de metal se observaban, si no contrariados, confundidos. Confusos ante algo distinto, inédito, que no sólo los denigra sino que los confronta y afronta y afrenta; aunque no alcancen a expresarlo.

Un policía detrás de la valla afirma que es la primera vez que se cierra el espacio central de la plaza para una ocasión como esta. Asiente con una leve sonrisa cuando le digo que estamos jodidos entonces. Un barrendero del Zócalo me dijo que ni a ellos los dejan trabajar. “Ese cabrón tiene miedo”, dijo. Se refiere a FHC, por supuesto. Pienso que no es únicamente miedo lo suyo. También es la procuración de ciertos conceptos: Autoritarismo, elitismo, superficialidad. Celebración de fantasía y relumbrón para el olvido, pero controlada por las armas. Otra señora con sus hijos de la mano me dice que ella nunca vio el Zócalo cerrado como ahora. “Ya nos chingaron estos, dijo, mañana mejor vamos pa’ Tlatelolco”. Antes, este espacio fue de todos, libre, para el que quisiera. Se comía y bebía y participaba con gran entusiasmo. Hoy sólo están los rostros frente al cerco; los mexicanos ya se están acostumbrando a las vallas, muros, retenes y murallas.

Presenciar el atardecer en el Zócalo y ver todo aquél alarde policial me pareció denigrante y grotesco. Cerrado y asegurado, como en cualquier estado totalitario, lo que siempre fue un festejo abierto para todos. Retorné los pasos sobre 15 de Septiembre. La calle que lleva el nombre del festejo, desolada. Gris. No le procuraron retoque alguno. Aunque ya lo había considerado en mi plan temprano, las palabras de la señora reforzaron la intención de allegarme a la Plaza de las Tres Culturas. Tomé un saturado trolebús frente al edificio de la Nacional y descendí en Tlatelolco pocos minutos después de haber escuchado al paso a los guitarrones del mariachi y pensado las memorias del Bombay en Garibaldi. Los recuerdos de visitas anteriores alcanzaron mi ánimo. La tarde se hacía ya noche. Pero aún se lograba proyectar la cualidad cobalto del sol entre las espesas nubes que habían dejado de llover hacía ya tiempo.

Me encontré con los discretos preparativos para la conmemoración del bicentenario en esta plaza. Me ofrecieron ejemplares del periódico Regeneración. Leí las palabras de Rosario Ibarra esculpidas sobre piedra. Reconocí el texto que interpreta el sentido de la plaza: el parto del mestizaje que resume el sentido de lo mexicano. Recorrí el lugar sin poder poner freno a la cinta de la memoria: 1968. No se olvida. Documentales, videos, poemas, filmes, ensayos, libros, luces de bengala, disparos, tanques, coraje…, irrumpen como golpe de sangre al ceño. Miro los célebres edificios de departamentos. La iglesia. El inmueble de Relaciones Exteriores. Los vestigios prehispánicos que pulsan en nuestras venas. Me ubiqué de nuevo al centro de la plancha. Miré en todas direcciones buscando indicios y señales. Cuando recién llegué, una suerte de calma y serenidad interior se había instalado en mí luego de la indignación adquirida en el Zócalo. Ahora, en el núcleo del lugar en el que al día siguiente se daría un profundo grito desde el fondo de la sinceridad y la esperanza colectiva, el espacio aéreo del gran cuadrado de la plaza recortado contra las distintas edificaciones y el lejano e inusualmente nítido horizonte de la ciudad, me pareció refractar un aura inconmensurable, insondable, como un infinito espacio abierto a las posibilidades... 14/15-09-2010