Anoche, horas antes de que finalizara el 31 de diciembre de 2020, me golpeó con fuerza la noticia de la muerte de Horacio Salazar, uno de mis mejores amigos desde que nos conocimos, en 1984, en el diario El Porvenir, de Monterrey. Me lo presentó una tarde Jesús Cantú Escalante, quien era el principal directivo del periódico y ahora participa en el equipo de comunicación de AMLO, o al menos apoyaba a su tocayo Jesús Ramírez hasta poco tiempo. Cambia tanto la gente en los equipos políticos que uno se desorienta.

En verdad culto como pocas personas que he conocido. A principios de 1986, cuando me invitaron a llevar mis artículos a El Norte, hermano mayor de Reforma, la primera vez que conversé con el entonces director editorial del periódico de la familia Junco de la Vega, el señor Ramón Alberto Garza, le sugerí que contratara a Lacho para reforzar la innegable condición de líder de esa empresa. No mucho tiempo después así ocurrió.

En 1994 dejé El Norte, que ya circulaba en la Ciudad de México como Reforma, diario capitalino que también publicaba mis columnas. Escribí bastantes meses para El Financiero, dirigido por el extraordinario periodista Rogelio Cárdenas, quien murió hace años, y también colaboré en El Economista, que encabezaba otro muy buen amigo, también fallecido en 2020, Luis Enrique Mercado.

Debo mencionar que enviaba los artículos de El Financiero y El Economista a El Diario de Monterrey, de Francisco González, donde también se publicaban.  

Un día, después del asesinato de Luis Donaldo Colosio, me invitó a reunirnos el señor González, exitoso empresario radiofónico cuyo periódico era realmente fallido —así se lo expresé cuando lo conocí, y aguantó la dura crítica—. Lo que Pancho quería era proponerme que realizáramos juntos un periódico en la capital del país.

Con Enriqueta Medina diseñé el proyecto del nuevo periódico y las dos primeras conclusiones a las que llegamos fueron: (i) que no podíamos partir de un rotativo como El Diario, de tan pobre calidad tanto en lo periodístico como en su impresión,  y (ii) que como Reforma había sido un éxito inmediato en el entonces Distrito Federal, no tenía sentido empezar a competir a partir de de un periódico, sino de un semanario.

Para la primera tarea, modernizar El Diario, hablé con Lacho Salazar, le pedí que dejara El Norte y se trajera con él a un ingeniero competente para mejorar los procesos de fabricación en la vieja rotativa que Pancho tenía. Lacho aceptó y salió de El Norte; después lo siguió un técnico excepcional, pero de personalidad complicada, aunque muy simpático, Luis Burgueño.

Salazar y Burgueño se encargaron de cambiar a El Diario de Monterrey, mientras yo trataba de convencer, para dirigir el semanario Milenio, a quien era el columnista de moda en el arranque del sexenio de Ernesto Zedillo, Carlos Ramírez

El no definitivo nos lo dio Carlos a Pancho, a Enriqueta y a mí en uno de los restaurantes del hotel Camino Real ubicado en el área de Polanco en la capital mexicana.

Carlos tenía su propia empresa, una revista llamada La Crisis —a la que yo no le veía futuro, pero él sí— y pensó que nosotros íbamos a fracasar. Mi pronóstico fue el acertado, no el del señor Ramírez.

Después me entrevistó en Monterrey —por algo relacionado con Colosio— el señor Ciro Gómez Leyva, a la sazón reportero de Reforma. Le propuse lo mismo que a Carlos, no aceptó de inmediato, pero me convencí de que su destino estaba en lo que sería Milenio y no en la empresa de Alejandro Junco, de la que salió quizá año y medio después para sumarse a nuestro equipo cuando teníamos todo más o menos a punto para que naciera la revista que tanto trabajo nos costó desarrollar.

Sin la confianza que le tuve a Horacio Salazar para que fuera el hombre que iba a cambiar a El Diario de Monterrey, no habría podido dedicar tanto tiempo a la creación de Milenio, que no fue sencilla.

Horacio todo lo hacía bien, y todo es todo: era muy buen escritor, insuperable como divulgador de la ciencia, poeta, también hacía caricaturas, era un gran diseñador, su nivel como técnico en sistemas era muy alto, sabía tanto como los ingenieros sobre temas de fabricación y, sobre todo, era asombrosamente eficaz como líder por su modestia natural —no le importaba el título del cargo que ejercía— y desde luego por su siempre apreciable sentido del humor.

El 30 de diciembre nació mi primera nieta, hija de Federico Manuel, y estuve —estoy por supuesto— mucho muy feliz. Pero realmente me dolió cuando al día siguiente Rogelio Cerda me informó por WhatsApp el fallecimiento de Horacio Salazar, a quien tanto quería y admiraba. 

Sobre la calidad profesional y humana de Lacho, el señor Andrés Meza escribió el bello artículo del que tomé el título de esta columna. Lo reproduzco enseguida porque es lo que piensan todas las personas relacionadas con el periodismo de Monterrey, tanto quienes trabajan en la más bella ciudad como quienes de ahí salimos para hacer Reforma y Milenio en la Ciudad de México.

En memoria de Horacio Salazar
​Por Andrés Meza

Me acaban de informar que murió mi querido Horacio Salazar, uno de los periodistas más cultos y sinceros que he conocido, un ratón de biblioteca que nunca se cansó de husmear el Universo.

Lacho fue un extraordinario periodista de la ciencia y la conciencia. Un científico que exploró la física de partículas, la mecánica cuántica, la astrobiología, la arqueología, la robótica, la historia del cosmos, la genética y además era un amante de la poesía y las bellas artes.

Desde que lo conocí a finales de los 80 en el Periódico El Norte nos hicimos amigos ipso facto. Me lo presentó mi querido Manuel Yarto, que también ya murió. Los tres éramos muy cuates. Disfrutamos enormemente la Época de Oro de El Norte.

Lacho tenía tres grandes amores: Su hijo, la ciencia y la poesía. Le salían plumas de pavorreal cuando hablaba de su vástago, era su orgullo, la ciencia su pasión y la poesía su sosiego.

Siempre fue enriquecedor conversar con Lacho. Innumerables veces hablamos del Más Allá y él, como científico, no creía en nada más allá de la muerte. Hace un año más o menos me sugirió que no pensara en ello, yo insistí, él, invariablemente, me respetó.

Si pudiera describir a Horacio Salazar en una palabra diría Serenidad. Su muerte enluta al gremio periodístico. Quienes lo conocimos sabemos de su valía como ser humano y el enorme periodista que fue. Descanse en paz el gran Lacho.