El día de ayer, un conocido columnista dedicó su espacio a hacer un diagnóstico, y una prospectiva, sobre la violencia en el Estado de Morelos. La pieza es interesante, sobre todo, porque trae recuerdos de una interpretación de la violencia social, y del crimen organizado, que por su familiaridad podemos llamar calderonista. Tomando como punto de partida dos hechos totalmente disímiles, el asesinato de un líder del comercio informal, y el ataque a un convoy que llevaba reclusas de un cefereso, su veredicto es que Morelos se convertirá en la entidad más violenta del país, que es “como Guerrero (sic.)” y que a fin de cuentas es culpa del gobernador, por fantoche. No es broma. Sobre los crímenes, pues muy sencillo. El crimen organizado, nos dice, opera de forma brutal y en lugares alejados, como sucedió con el ataque a los custodios. En el caso del asesinato del comerciante, que fue a plena luz del día, al lado de palacio de gobierno, pues también fue el crimen organizado, y lo hizo así para despistar, pues normalmente no actúa de esa manera. Sobre las causas de los crímenes citados en particular, y sobre la violencia organizada en general, la jerga y las explicaciones están sacadas, a la calca, del sexenio antepasado: el corredor de droga, las bandas, la pelea por la plaza, “El Ray”, los homicidios como mensaje, y el negocio delincuencial, que cada vez, según él, se ha vuelto más atractivo en sus modalidades de extorsión y secuestro. ¿Por qué? Por lo mismo de la violencia, pues.

Ahora sólo queda esperar, nos dice, a ver cuál de todas las bandas, si los Rojos, el Cártel Jalisco Nueva Generación, u otro, se queda con el “botín” que representa el estado de Morelos. Estas hipótesis, por simplistas, por cinematográficas, eran falsas en el pasado, y lo siguen siendo en el presente. Es entender el fenómeno como un juego de Turista pero sangriento. No explica nada, ni ayuda a resolver nada.

Mi tesis es que lo que es sistémico, en México, es una interpretación de la violencia cuyo arraigo en la sociedad, combinada con estrategias fallidas de comunicación institucional, han permitido que la inseguridad avasalle a los últimos tres gobiernos, y debe cuidarse que no suceda lo mismo a esta administración. Calderón iba a ser el presidente del empleo, y de las reformas estructurales, pero un congreso dividido y su ofuscamiento ante el problema de las drogas hizo que se convirtiera el presidente de la guerra contra el crimen, donde la violencia era mucho más mediática y espectacular que ahora, pero se tenía una interpretación simplista que ahorraba cualquier investigación. Cada vez que tiraban un cadáver, o dos, o 35 (como sucedió en Veracruz, el mismo día que se celebraba una Conferencia Nacional de Procuración de Justicia), se “presumía” que las víctimas, todas, estaban ligadas a bandas y cárteles, por lo que los muertos eran el saldo, digamos, de una controversia entre particulares. La labor del Estado era recoger los cuerpos y barrer las balas, nada más. Y seguir confiscando droga, para que, si no se reducían las adicciones, por lo menos fuera más difícil de conseguir. El ex presidente Peña sí logró llevar a cabo las reformas que pretendía Calderón, y algunas más, pero la violencia y la inseguridad terminaron opacando, también, su proyecto de transformación. Lo que es peor, renunció a la narrativa calderonista de que las matanzas eran entre malos, y el Estado tuvo que hacerse cargo de la brutalidad que no pudo controlar, en varias entidades, como Michoacán y Guerrero. Hoy sabemos que el ex presidente no tenía un proyecto claro para combatir la violencia, pues le faltó hacer una distinción que López Obrador sí tiene muy clara. Una cosa es la violencia, y otra la criminalidad. Más específicamente, la relación entre crimen organizado y violencia social es compleja, y de ninguna manera son indisociables. Por eso, quizás, el presidente de México ha usado con cuidado sus palabras. Él ya no habla de “guerra contra el crimen”, sino de pacificar al país. Paz social, paz laboral, reconstrucción de los lazos sociales y comunitarios. La estrategia de seguridad es un tema complejo, con muchas aristas, pero debe incluir la de comunicación, porque la percepción, por sí misma, crea consecuencias en el ánimo social y en la economía, y frecuentemente está disociada de los datos verificables. No es que las cosas no estén mal, ni que deba de tolerarse la delincuencia. Se trata, simplemente, de confrontar impresiones con información objetiva, para mejorar nuestra percepción de la realidad. Los datos del mes de marzo del semáforo delictivo[1], que presenta un conteo mensual por delito y presenta información desagregada por estado y por municipio, refleja que, en número de delitos de alto impacto por encima de la meta y de la media, al menos 7 entidades están en una situación más grave que Morelos: la Ciudad de México, Jalisco, el Estado de México, Nayarit, Oaxaca, Puebla y San Luis Potosí. Sin embargo, tanto las opiniones de los “expertos”, como el mercado inmobiliario y los miedos de los inversionistas, estigmatizan a unas y exoneran inexplicablemente a otras. ¿De dónde se saca que Morelos o Guerrero son los estados más violentos y peligrosos del país? No se trata de quitarle presión a un gobernador, se trata de presionar a todos, y de que, por lo menos, las personas que viven de formar opinión pública, la formen de modo mucho más responsable.

[1] Con datos del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública. http://www.semaforo.com.mx/